Por Pascal Beltrán del Río
El 22 de septiembre de 1975, José López Portillo, secretario de Hacienda del gabinete de Luis Echeverría, fue destapado como candidato presidencial del PRI.
Una vez asentado el polvo de la bufalada, Echeverría convocó al subsecretario Mario Ramón Beteta y lo llevó a caminar por los jardines de la Residencia Oficial de Los Pinos.
—Quiero que tome el mando de la Secretaría de Hacienda –le anunció el Presidente.
—Sería un gran honor para mí. Es una aspiración que he tenido toda mi vida.
—Sólo que hay una condición. Comprométase a que no devaluará la moneda.
El peso mexicano –que no flotaba libremente como hoy– llevaba más de dos décadas de estabilidad, cotizándose en 12.50 por dólar. Así había permanecido desde el Sábado de Gloria de 1954, cuando sorpresivamente se devaluó 45%, ante la caída de los precios internacionales de algunas materias primas como el algodón y el cobre.
Echeverría aún recordaba los efectos de aquella devaluación, cuando estallaron huelgas obreras en el sector textil y otros. Quería evitar a toda costa un escenario semejante.
—Lo siento, señor Presidente, no puedo aceptar su condición –repuso Beteta, después de meditar unos segundos–. La decisión de devaluar la fijarían las condiciones de la economía.
El Presidente insistió, pero Beteta se mantuvo en lo dicho. Finalmente, Echeverría acabó pidiéndole que hiciera el máximo esfuerzo para evitar la devaluación y así se concretó la designación.
Menos de un año después, el 31 de agosto de 1976, Beteta anunció lo que tanto temía Echeverría: la devaluación. De golpe, el dólar se fue a 19.70. Lo único que logró el Presidente fue que la medida se envolviera en un florido fraseo: el peso no se devaluaba, sino que México abandonaba la paridad fija para adoptar temporalmente la política de libre flotación hasta que la moneda encontrara su nivel.
La crisis de 1976, provocada por un enorme déficit comercial y una deuda externa que había alcanzado el segundo lugar mundial, encontró al secretario de Hacienda al mando de las finanzas públicas. Beteta hizo el anuncio y el Presidente tuvo que confirmarlo, al día siguiente, en su último Informe de Gobierno.
Otros secretarios de Hacienda han dado la cara en momentos semejantes. Al punto de que sus nombres están ligados con esos episodios de inestabilidad financiera tanto o más que los de los presidentes a los que sirvieron.
En 1930 y 1931, Luis Montes de Oca negoció con los banqueros, encabezados por Thomas W. Lamont, y se encargó de recortar el presupuesto hasta conseguir el equilibrio de las finanzas públicas, para hacer frente a los efectos de la Gran Depresión. El acuerdo con los acreedores lleva su nombre, no el del presidente Pascual Ortiz Rubio.
Jesús Silva-Herzog debió capotear la crisis de la deuda externa, a principios de los años 80, cuando México padeció la salida de capitales más importante de la historia. “Teníamos que hacer circo, maroma y teatro para pagar los préstamos que habían hecho a México”, contó alguna vez el llamado Diamante Negro, quien realizaba viajes secretos a Washington para buscar el apoyo del gobierno de Estados Unidos y de los organismos financieros internacionales.
Y si alguna foto se recuerda de Guillermo Ortiz Martínez, cuando encabezó la Secretaría de Hacienda, entre 1994 y 1998, es una en la que aparece secándose el sudor de la frente, en el momento más apremiante de la crisis provocada por el llamado “error de diciembre”.
Todos esos responsables de las finanzas públicas ocupaban los titulares de los periódicos y noticiarios, dando declaraciones, recibiendo críticas y tratando de tranquilizar los nervios de los mexicanos y los mercados.
Por eso llama tanto la atención que hoy, en los albores de una recesión que ya se siente –y que podría ser la peor desde la Gran Depresión–, el secretario Arturo Herrera no aparezca por ningún lado, como si esto no fuera cosa suya, como si no le tocara. Si la historia se acuerda algún día de él será porque no estuvo.Información Excelsior.com.mx