Por Yuriria Sierra
Las imágenes duelen: tomas aéreas que muestran la devastación, el alcance de un fuego aún incontrolable. Ramas carbonizadas donde antes sólo había verde. Cadáveres de fauna que hasta hace poco eran parte de un hábitat que les permitía la supervivencia. Son las columnas de humo que no saben de fronteras. Que lo mismo van al norte o sur, que igualmente se desplazan al oriente o poniente, capaces de oscurecer una ciudad a las tres de la tarde, de mermar la vista desde un avión o de reducir a gris el espectáculo desde la grada de un estadio. Ya son veinte días de incendio. En ellos se nos ha alertado de la importancia de la zona de la Amazonia: junto a los océanos, es el pulmón del planeta, libera oxígeno y contiene dióxido de carbono, ese gas que generamos los seres humanos y que hoy también es una alerta global.
La Amazonia es la selva tropical más grande del mundo. Es el hogar de al menos 32 millones de personas; también alberga a comunidades indígenas que han resistido el embate de la modernización y que hoy, más que nunca en Brasil, están en riesgo de ser completamente ignorados. También es casa de fauna exótica única, en ella se encuentran el 10% de las especies de mamíferos, 15% de aves y 30% de peces de agua dulce. De la Amazonia depende el futuro de tres cuartas partes de la biodiversidad del mundo.
Incendios que pueden verse desde el espacio, que llevan el humo a países como Perú, pero advierten expertos que, incluso, podría avanzar casi 7 mil kilómetros al norte y llegar hasta Yucatán, todo dependerá del viento y la altura de la capa de gases que genera la combustión del fuego amazónico. De ese tamaño.
Sin embargo, no es la primera tragedia de la región. Hay otros incendios, que no arden, pero que igualmente lastiman y que tampoco se extinguen, tal vez incluso son más resistentes a cualquier operativo de emergencia. La Amazonia ha perdido un millón de kilómetros cuadrados de su masa forestal, esto es una quinta parte de su superficie, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés) y el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales del Brasil. Y esta pérdida no ha sido por las llamas. Desde hace varios años, las comunidades indígenas que habitan dentro de la zona batallan contra la llegada de industrias que cada vez con más frecuencia reciben el sí del gobierno para la explotación de los recursos naturales. La Amazonia se ha convertido en región agrícola y de pastoreo. Para ello han tenido que arrasar con miles de hectáreas, lo mismo vegetación que fauna. Industrias ganaderas y madereras ocupan hoy un lugar que antes fue selva.
La Amazonia se ha vivido desde hace años en medio de incendios. Algunos literales, otros no tanto, pero igualmente peligrosos para la región. Y mientras tanto, hoy, que finalmente el presente y su alcance al futuro es lo que importa, tiene como “defensor” a un presidente que se da el lujo de condicionar la recepción de ayuda para combatir el fuego. Jair Bolsonaro opta por el incendio mediático, por la respuesta infantil, pero potente, pues detiene el ingreso de millones de dólares que ayudarían a que la Amazonia no fuera tan rápidamente devastada. Bolsonaro se arropa en el discurso que raya en la ignorancia; capaz de culpar a las ONG’s del fuego, cuando son ellas las que buscan proteger la zona. Ayer amanecimos con sus condiciones para recibir ayuda, pero también –oh, esos líderes tan ajenos al Siglo XXI– con el espaldarazo de Donald Trump. Y a ambos les basta con un tuit para causar que la Amazonia continúe entre sus varios fuegos. Información Excelsior.com.mx