Por Pascal Beltrán del Rio
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha comentado en días recientes que los resultados de su gobierno no se verán hasta el próximo 1 de diciembre, cuando cumpla dos años en el poder.
Para esa fecha, ha precisado, “estarán sentadas las bases para la Cuarta Transformación”.
Dicho en otras palabras, se trata de un reconocimiento de que realizar los cambios que prometió en campaña ha resultado más complicado de lo que él esperaba.
Cuando aún era candidato dijo que la inseguridad se acabaría al día siguiente de su triunfo electoral. Luego, pidió seis meses para lograrlo. Después, un año. Ahora, dos.
La cosa será ver hasta dónde alcanza la paciencia de la ciudadanía. Por ahora, el Presidente se mantiene por arriba del 50% de popularidad. En eso ha demostrado eficacia: utilizar la comunicación para mantener el apoyo de la mayoría de los mexicanos, la lealtad de sus seguidores y la esperanza en la viabilidad de su proyecto. No cabe duda: el discurso presidencial ha logrado amortiguar la falta de resultados mediante una pertinaz crítica del pasado.
“Nos dejaron un tiradero”, alegó el tabasqueño el 6 de enero, en el acto del Día de la Enfermera, cuando comenzaba a revelarse el desbarajuste causado por la desaparición del Seguro Popular y su sustitución por el Insabi.
El pasado también ha sido señalado como el pesado fardo que impide que se den resultados en materia de seguridad. “Se dejó crecer mucho la inseguridad, la violencia, no se atendieron las causas, se abandonó la actividad productiva, se dejaron de crear empleos, los salarios son los más bajos del mundo, la corrupción en México era de las más elevadas, se abandonó a los jóvenes, se impuso la protección a la impunidad, no había autoridad, no había una línea que dividiera a la autoridad de la delincuencia”, justificó López Obrador en su conferencia mañanera del miércoles pasado al explicar por qué 2019 se convirtió en el año más sangriento de la historia reciente.
El problema es saber cuándo el pasado dará paso al presente. Si seis meses se convirtieron en un año, y un año en dos, bien puede ser que el Presidente vuelva a pedir un nuevo plazo para dar resultados.
Es verdad que todo gobierno amerita un tiempo razonable para cumplir con lo que ofreció a sus electores, pero éste no debiera ser móvil. Tendría que basarse en estudios y estar calendarizado y planeado.
En las actuales condiciones, es difícil saber cuándo concluirá el macrosimulacro que ha sido hasta ahora la administración federal y cuándo comenzará el gobierno en serio, aquel que se hace responsable de las medidas y sus efectos.
Treinta millones de mexicanos votaron en julio de 2018 por dejar atrás el pasado y emprender un nuevo rumbo. Pero también decidieron dar su voto a un hombre y a una fuerza política que decían saber cómo cambiar las cosas para bien.
No se trataba de cambiar por cambiar —el “quítate tú para ponerme yo” que condenó Manuel Maquío Clouthier en la campaña de 1988—, sino de acabar con los grandes males que nos han aquejado: principalmente la violencia sin control, el avance anémico de la economía y el patrimonialismo de los funcionarios públicos.
Pero los grandes problemas no dan muestra de ceder e, incluso, han aparecido algunos nuevos.
La única diferencia ha residido en el discurso. El Presidente ha sabido mantener al país en campaña, lanzando frases muy eficaces desde el punto de vista mediático, recreando en sus discursos y conferencias la imagen de una sociedad polarizada, atizando a sus adversarios políticos, manteniendo el contacto a ras de tierra con los gobernados y culpabilizando a la herencia recibida de todo aquello que está mal.
El diagnóstico que hizo desde de la oposición sigue siendo correcto —un país donde la mayoría carece de oportunidades de desarrollo—, pero él ya está en el gobierno y el tiempo para ensayos se agota.Información Excelsior.com.mx