Por Pascal Beltrán del Rio
¿Qué hubiera pasado si México hubiera mantenido sus esfuerzos por contar con un programa espacial?
Como toda pregunta hipotética, ésta no tiene una respuesta cierta. Sin embargo, puede servir para imaginar un presente distinto al que tenemos, que se caracteriza por una alta dependencia en tecnología. Pero vayamos a los hechos:
Las actividades espaciales en México comenzaron, como en otras partes del mundo, en la posguerra. Todavía no terminaba la década de los 40 cuando Porfirio Becerril Buitrón, un ingeniero mecánico electricista egresado del Instituto Politécnico Nacional, comenzó a experimentar con sistemas de propulsión a chorro.
En diciembre de 1957, impulsados por la reciente puesta en órbita del Sputnik, estudiantes de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) lanzaron el cohete Física I en el desierto potosino, en un lugar al que llamaron jocosamente Cabo Tuna. El artefacto, de ocho kilogramos de peso y 1.70 metros de alto, alcanzó los 2.5 kilómetros de altura.
Ya en el sexenio de Adolfo López Mateos, con el apoyo de Walter C. Buchanan, secretario de Comunicaciones y Transportes, el interés en el espacio tuvo un auge mayor.
En 24 de octubre de 1959 se lanzó el SCT-1 –diseñado por los ingenieros Porfirio Becerril, Joaquín Durand y Jorge Ruelas–, en la exhacienda de La Begoña, municipio de Doctor Mora, Guanajuato. El cohete, de 4.5 metros de altura y 216 kilos de peso (entre la estructura y el combustible empleado) alcanzó una altitud de cuatro mil metros. La totalidad de los materiales se produjo en México.
Casi un año después, el 1 de octubre de 1960, se lanzó, desde el mismo lugar, el SCT-2. Con un diseño modificado –se le colocaron alerones tanto inferiores como superiores–, este cohete subió 25 kilómetros y se mantuvo volando 180 segundos.
Se había probado la capacidad mexicana de construir y lanzar cohetes de propelente líquido, lo cual requería del dominio de una gama de disciplinas. Esto llevó a la creación de la Comisión Nacional del Espacio Exterior (Conee), el 31 de agosto de 1962, por decreto del presidente Adolfo López Mateos.
La siguiente generación de cohetes mexicanos, los Mitl (flecha, en náhuatl), tendría un éxito aun mayor. El Mitl-1 ascendió 50 kilómetros, lo que se denomina el espacio cercano, y el Mitl-2 llegó hasta los 120 kilómetros de altura, por encima del límite de lo que se conoce como línea de Kármán, que divide el espacio aéreo del espacio exterior.
Sin embargo, todo eso se terminó el 11 de marzo de 1977, cuando el presidente José López Portillo decretó la disolución de la Conee como una de sus primeras acciones de gobierno. La decisión no mereció una sola línea en Mis Tiempos, sus memorias. Ya desde 1972, el proyecto espacial de la UASLP se había estrellado por falta de fondos.
Curiosamente, India también institucionalizó su programa espacial en 1962, durante el gobierno de Nehru. Para 1975, la Organización India de Investigación Espacial construyó el primer satélite, puesto en órbita por la URSS. En 1980, India lanzó su primer satélite con medios propios; en 2008, envió un orbitador a la Luna, y en 2014 se convirtió en el primer país en colocar un explorador sobre la superficie de Marte en un intento. Hace dos años, rompió un récord mundial al poner en órbita 104 satélites con el lanzamiento de un solo cohete.
Es difícil decir qué habría pasado si México hubiera mantenido el paso de la investigación espacial después de 1977. Pero no puedo dejar de pensar que, cuando menos, tendríamos acceso a tecnología propia que hoy debemos importar. Información Excelsior.com.mx