Por Enrique Aranda
Si alguien se pregunta cuándo se torció la relación actual entre México y Estados Unidos se podría responder que fue un día como hoy, pero del año 2001, cuando Al Qaeda secuestró cuatro aviones y los hizo estallar contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Ese día y los subsiguientes, el gobierno federal, encabezado entonces por Vicente Fox, no supo cómo actuar y las desavenencias internas marcaron una relación que, apenas una semana atrás, con la visita de Fox a Washington, apuntaba a dar un giro notable y que terminó siendo simplemente fría, distante.
Cuando se dieron los ataques terroristas del 11/9, el gabinete de Fox se dividió: el canciller Jorge Castañeda habló públicamente de un apoyo incondicional, el secretario de Gobernación, Santiago Creel, y Adolfo Aguilar Zínser, entonces secretario del Consejo de Seguridad y luego embajador ante la ONU, no estuvieron de acuerdo en aquello de incondicional. Fox tardó demasiado en comunicarse con el presidente George W. Bush, en brindar apoyo y meses después, cuando se planteó el tema de la intervención en Irak, México, miembro entonces del Consejo de Seguridad de la ONU, terminó votando, junto con Chile, en contra de la intervención.
Castañeda renunció a la cancillería, Aguilar Zínser falleció en un triste accidente automovilístico en Tepoztlán, Morelos, Creel compitió por la candidatura presidencial y perdió ante Felipe Calderón. Pero el trato con Estados Unidos nunca se pudo recomponer en aquellos años.
Con el arribo de Calderón al gobierno, la relación, sobre todo en temas de seguridad, se volvió a estrechar en términos inéditos hasta entonces. El punto inicial fue la Iniciativa Mérida, pero la colaboración se dio en muchos otros ámbitos, en forma destacada en inteligencia y continuó con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca. En ese contexto, Arturo Sarukhán se convirtió en un influyente embajador de México en Washington, y la relación de las distintas fuerzas de seguridad desde la Sedena hasta la Semar pasando por la Policía Federal fue realmente estrecha.
Pero el cambio sexenal modificó la estrategia de seguridad y la relación con Washington. Peña Nieto decidió que no hubiera tantos canales abiertos y que todo se dirigiera a través de Gobernación, lo que no gustó en la Casa Blanca y se enfrió notablemente el intercambio de información. Se mantuvo, sin embargo, muy activo un canal de comunicación con la Marina y en menor medida con la Defensa Nacional. El punto más bajo, probablemente haya sido la liberación de Rafael Caro Quintero. Luego la relación mejoró, sobre todo en casos puntuales, como la persecución de El Chapo Guzmán, pero nunca volvió a ser la misma. Mucho menos en la etapa final de Obama y menos aún cuando el candidato Trump fue recibido por el presidente Peña en Los Pinos.
Ya con Trump en la Casa Blanca todo fue mucho más difícil y se volvió crítica por la apertura de la frontera sur, que derivó en la actual crisis migratoria y la amenaza de aranceles que enarboló la Casa Blanca y que obligó al gobierno federal a establecer cambios radicales en su política migratoria y desplazar a la Guardia Nacional a las fronteras norte y sur. Como dijimos entonces, ese cambio de política migratoria, de 180 grados, fue una imposición de Washington, pero también era un exigencia de nuestra propia seguridad nacional: ningún país puede tener una política de fronteras abiertas, sin controles ni revisiones, menos aún en nuestra situación geopolítica.
El canciller Marcelo Ebrard está este 11 de septiembre en Estados Unidos y acaba de reunirse con el vicepresidente Mike Pence y unos minutos con Donald Trump, en esta evaluación trimestral del tema migratorio. Los dispositivos realizados han logrado una notable disminución de la migración indocumentada hacia EU, aunque nos ha creado un delicado problema en nuestras propias fronteras, que deviene del interés estadunidense de que seamos tercer país seguro (como Turquía ante la Comunidad Europea), algo que es rechazado por la Cancillería, pero que se asemeja bastante a lo que hacemos. Pero es importante no oficializarlo.
Todo esto ocurre cuando está a punto de iniciar la Asamblea anual de las Naciones Unidas en Nueva York. Ebrard desempeña un buen papel en la Cancillería, pero no es el Presidente. Desconcierta una vez más que el Presidente no vaya a la ONU y no presente la posición de nuestro país en el tema migratorio y en muchos otros. Nadie puede hacerlo por él. Ya sucedió en la cumbre del G20 en Osaka. El peso internacional de México se diluye en un momento, en un año decisivo para nuestras relaciones bilaterales y globales, pero también para el futuro de la humanidad. Información Excelsior.com.mx