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México y la postverdad ante Trump

Por: Víctor Beltri

El mundo despierta, con espanto, al primer día formal de la administración Trump en Estados Unidos. El temor no es infundado: las declaraciones del actual Presidente durante su campaña, periodo de transición y acto inaugural —así como la sumisión inmediata de algunas compañías que, como Ford, se suponían leales a nuestro país— lo demuestran con creces.

Trump despierta miedo, y disfruta haciéndolo. Trump gusta del poder no tanto por su capacidad de ejercerlo, sino de ostentarlo: su reality show fue popular no tanto por las oportunidades brindadas a los emprendedores —y la posibilidad de cambiar una vida— como por la manera despótica que tenía de ejercer un poder de utilería, en el que el clímax ocurría cuando hacía uso de su vileza para despedazar a quien había cometido, a su juicio, un error imperdonable en un asunto sin trascendencia. El programa era muy claro: no se trataba de demostrar capacidad, no se trataba de tener argumentos, no se trataba de la experiencia y mucho menos del conocimiento. El programa, para los participantes, se trataba de no fallar de manera ostensible al tiempo en que se tenía la destreza suficiente para exhibir los errores de los otros participantes: quien era capaz de armar un caso, en contra de alguno de sus compañeros, que pudiera generar la furia suficiente de Trump para despedirlo, se aseguraba sin mayor problema la permanencia en el mismo. Distracción.

Trump no estaba interesado en fungir de mentor, forjando nuevos empresarios que pudieran codearse con él en la mesa de los billonarios; Trump no estaba interesado en transmitir una manera de entender el mundo de los negocios, o una filosofía de vida corporativa. Trump estaba interesado, simplemente, en que aumentara su rating y por eso fomentaba las peleas, por eso anticipaba lo que podría pasar en los medios especializados, por eso creaba la tensión previa al desenlace que le permitiría reafirmar el poder que expresaban sus edificios, sus limosinas, sus helicópteros. Su vida iba en la preparación de los despidos, más que en la construcción de las historias de éxito.

Y eso es, precisamente, lo que no estamos entendiendo de Donald Trump. El Presidente norteamericano es un heredero —sedicente empresario— que se convirtió en político, pero que sobre todo es un hombre de espectáculos, un showman que genera un aura de riqueza y éxito que nadie sabe, a ciencia cierta, si corresponde a la realidad. Un showman que lo mismo habría aceptado la candidatura demócrata si se le hubiera ofrecido, un showman que está buscando constantemente la siguiente temporada del show que, sin importar el contenido sino la apariencia, domina a base de exabruptos. Lo que hizo en su programa lo hizo durante la campaña, y lo que hizo en la campaña es lo que hará durante su mandato: buscar enfrentamientos, generar tensión y producir su grand finale hasta el siguiente episodio.

Así es como deberíamos de enfrentar el problema que Donald Trump representa para nuestra nación. Es inútil pensar en los argumentos políticos o económicos que hacen deseable una relación cordial: en temas mucho más sensibles, como los veteranos de guerra, discapacitados o cuestiones de género no necesitó recular para ganar la Presidencia, y difícilmente lo hará por las protestas o las sesudas declaraciones en nuestro país. Al contrario: Trump entiende que mientras mayor la controversia, mayor será el rating.

Trump es un Presidente atípico, y así debe de ser tratado. Trump no se mueve en la arena del debate o la discusión de las ideas. Trump se mueve en función de lo que le genere audiencia, del reflector inmediato. México, como cualquiera de los participantes de las 14 temporadas de The Apprentice, tendrá que plantear una estrategia en la que Trump entienda que genera más rating al descargar su furia sobre alguien más. La postverdad en su máxima expresión. Información Excelsior.com.mx

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