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Miguel Bosé: Memorias de una vida excepcional

A partir de mis siete años, casi cada fin de semana de buen tiempo, ensillábamos caballos y dábamos clases en el picadero de la parcela de al lado, la que más tarde habitarían los Sainz, con el profesor de equitación Santiago Alba, que, además de entrenador, se encargaba del cuidado de los caballos del tío Manolo Prado, los que montábamos, y de mi appaloosa, Tiberio.

Ponerle ese nombre fue toda una conquista. Cuando mi padre me preguntó quién era Tiberio, haciendo un esfuerzo inmenso para superar su imponencia y mi timidez, le conté que Tiberio era el segundo emperador de Roma de la dinastía Julio-Claudia, que reformó las leyes militares de su tiempo, bla, bla, bla… Y según iba relatándole la historia, mi padre, pasmado y sin poder quitarme los ojos de encima, llegando al momento de contarle lo hermosas que eran las villas que construyó en la isla de Capri, a la que a mamá tanto le gustaba ir, escorando la cabeza me interrumpió con un: “Ya basta, mico. ¿De dónde sacas tú todo ese conocimiento?”, y le respondí que de los libros.

—Me han contado que lees mucho, ¿no es así?

—Sí, papá, me gusta mucho leer.

—¿Y de dónde vienen todos esos libros?… De la librería del salón, ¿no?… ¿Sabes que está prohibido entrar en el salón?… ¿Sabes que leer tanto es malo?… ¿No te gusta más montar a caballo?

—También… pero un poco menos.

—¿Y cazar?… ¿Por qué no te gusta cazar?… Si no te gusta cazar, ni pescar, ni nada de esas cosas… dime tú cuándo voy a estar yo con mi hijo… ¡Tiene que gustarte, Miguelón!… Tienes que hacerme el favor de que te guste o voy a empezar a pensar que no eres mi hijo… porque de mí… por ahora, que yo sepa… no has sacado nada… Mira, Miguelón… los hombres tienen que hacer cosas de hombres entre hombres… como las mujeres hacen las suyas entre ellas, ¿lo entiendes?… Montar a caballo, ir de cacería, pescar y más adelante otras que ya te iré contando… Estoy deseando que cumplas doce años para que te fumes el primer cigarro, ¡coño!… El año que viene… si te entrenas con el rifle bien pero que bien… te llevo de safari un mes entero, tú y yo solos, a la selva de Uganda o a Mozambique… ¿Te gusta la idea?… ¡Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar pegando tiros y cazando animales!… ¡Y bañándonos en los ríos llenos de cocodrilos y de hipopótamos!… Ahí sí, que te guste o no… voy a conseguir hacer de ti un hombre, ¡pero vamos!… como que soy tu padre.

Cuando abordó a mi madre con lo del nombre del caballo, le dijo muy preocupado: “Lucía, me han dicho que el niño lee, que lee mucho, sin parar, y que se queda hasta altas horas de la madrugada bajo las sábanas con una linterna, y que luego en clase se duerme”. Y mi madre le preguntó que cuál era el problema con que yo leyese, y él le contestó: “¡Maricón, Lucía, el niño va a ser maricón!… ¡Seguro!”.

A mi madre no le cabía en la cabeza que su marido, siendo todo lo que era, esa figura tan internacional y de formas exquisitas, fuese tan poco evolucionado en ciertos temas básicos y vitales. Le parecía retrógrado y muy paleto, sin hablar de lo machista.

—Deja que lea todo lo que le dé la gana, Miguel… ¿No quieres que estudie carrera y que sea abogado?… ¡Pues por la lectura se empieza!

Sin haberla escuchado y anudándose la corbata, le anunció que me llevaría consigo en su próximo safari, y mi madre le contestó que ni hablar, que sobre su cadáver, que solo tenía nueve años y que ella me conocía bien y que no había nada que me espantara tanto como pegar tiros, matar animales, incluso cualquier tipo de insecto, desde moscas a mosquitos, y que, además, era un cagueta. “El niño no ha nacido para esas cosas tan rudas, el niño es más de darle a la cabeza que de hacer gimnasia”, y, en efecto, tenía razón. Pero al año siguiente, con diez años recién cumplidos, fuimos de safari a Mozambique un mes entero, desoyendo a todos.

Era mediados de junio de 1966. Embarcamos de Madrid a Lisboa por la mañana y, antes de irnos, en casa, mi madre me entregó un cuaderno y un bolígrafo para que llevase un diario de todo lo que viese allá en la selva (animales, paisajes, gente, etcétera) y de lo que nos pasase (aventuras, observaciones, historias de campamentos…). Me pidió que se lo trajese de vuelta, como un regalo para ella, y me lo hizo prometer.

En su cara había mucha tristeza y mucho enfado, una expresión que desconocía. Me abrazó como sabía que a mí me gustaba durante un tiempo largo, y yo a ella, sin quererla soltar. En ese momento deseé que hubiese encarado a mi padre diciéndole que había cambiado de opinión y que a su hijo no se lo llevaba nadie. Sentí que estaba asustada, que no se fiaba de él. Se me quedó mirando un rato largo a los ojos y, sujetando mi cara entre sus manos, me dijo: “Todo va a estar bien, Mighelino, todo va a estar bien”, y me volví a abrazar a ella. Información Excelsior.com.mx

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