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Por Víctor Beltri
En política no hay coincidencias. Como un balde de agua fría debe haber caído, sobre la Jerarquía Católica, el fallo emitido el pasado 18 de noviembre, por la Sala Especializada del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en contra de dos cardenales, un obispo y dos sacerdotes católicos, justo en vísperas de una de las celebraciones católicas con mayor raigambre en nuestro país.
Vaya provocación. El día de Cristo Rey no sólo marca el final del Año Litúrgico, sino que es una fecha emblemática para el catolicismo mexicano, por la referencia obligada al movimiento cristero y el conflicto armado que, hace casi un siglo, sacudió a nuestro país en respuesta a la intolerancia religiosa del gobierno en funciones.
Una intolerancia que parece estar de regreso. Mientras que los señalados como transgresores —entre quienes se involucra al propio arzobispo primado, Mons. Carlos Aguiar Retes— aguardan una sentencia por haber cometido el terrible agravio de llamar a sus feligreses a meditar bien el voto, y obrar en consecuencia, las autoridades se hacen de la vista gorda ante conductas mucho más perniciosas, pero que resultan benéficas al régimen en funciones.
Nuestro país ha cambiado por completo, sin que acabemos de advertirlo. La política nacional se ha convertido en poco más que la glosa de las conferencias mañaneras, utilizadas —de manera cotidiana— por el Presidente para posicionar los temas de su interés en la agenda pública, y desvirtuar aquellos que no le convengan. Así nos ha tenido los últimos tres años, discutiendo sobre lo irrelevante sin entrar en los resultados de su gestión —o la conducta de los integrantes de su gobierno— en un juego perverso y diseñado para terminar con cualquier clase de contrapeso.
Desde un principio los ejemplos abundan: cuando tuvo que aclarar un crimen de Estado, prefirió enfocarse en los huachicoleros; cuando debía responder por la corrupción de sus propios hermanos, se centró en un exfuncionario cuyas afirmaciones resultaron de paja. Cuando los muertos de la pandemia se acumulaban —y su capricho le negó cualquier apoyo a las pymes que lo requerían— convocó a la rifa absurda de un avión que no era suyo: cuando asestó el reciente mandoble sobre la Iglesia católica —para más infamia, justo en torno a la fecha de los Mártires Cristeros— dirigió los reflectores sobre unos planes sucesorios que corresponderían a un presidente que ya hubiese triunfado. Aunque no sea el caso.
¿Por qué algunas personas pueden hablar, y otras no? El mandatario sigue convocando a una consulta absurda, a sabiendas de que su capricho no sólo está violando la ley, sino que supondrá un gasto inútil; su partido lo respalda al promover una supuesta ratificación, en vez de la revocación de mandato impuesta en la Constitución. Las Fuerzas Armadas se pronuncian, rompiendo con un pacto —aún mayor que el adquirido con la Iglesia— al tratar de congregar el apoyo político necesario para conservar los fondos que les han sido asignados; el TEPJF renuncia a la técnica jurídica —y al sentido común— con tal de adherirse a la voz de su amo. La opinión pública sigue mordiendo el anzuelo, y —mientras tanto— la única institución sancionada es una Iglesia católica que no atina a responder.
El agravio, sin embargo, está rebasando los límites. El Presidente podría estar pateando un avispero cuya magnitud no alcanza a comprender desde su experiencia como pastor evangélico. “¡Hipócritas!”, ha llamado a quienes procuran cada semana el sacramento católico de la reconciliación, ignorando las ofensas que provoca en un país creyente. “¡Viva Cristo Rey!”, habrán de responder quienes comparten una visión distinta al sueño comunistoide del reyezuelo en turno.
“Con los hijos, no”, se ha pedido —con razón— desde Palacio Nacional. “Con nuestros valores tampoco”, se tendría que exigir desde cada hogar católico. Un farsante no es un Mesías: 30 millones de votos no son —tampoco— una religión. No adorarás falsos ídolos… Información Excelsior.com.mx