Por Víctor Beltri
El México del mañana se define en estos momentos. La austeridad republicana que plantea López Obrador no es la solución a los problemas que enfrenta el país, sino la ruta que el caudillo ha definido —desde hace años— para para consolidar un poder absoluto. Un poder absolutista.
Un poder sin cortapisas, a cuya crítica han renunciado —desde ahora— quienes hasta hace unas semanas fueron sus opositores más acérrimos, pero que hoy celebran el desmantelamiento de las instituciones. El recorte draconiano que López Obrador pretende realizar no terminará con la corrupción —ni elevará la calidad de los funcionarios públicos—, pero en cambio servirá para reemplazar las estructuras existentes y generar una percepción de crisis continua en la que el gobierno federal tendrá la narrativa única, y ejercerá la discrecionalidad de un presupuesto cuyo único punto de partida es el rencor que él mismo provocó en contra de una administración que, en los hechos, hoy convalida.
Poder absoluto. México no necesita austeridad, sino eficiencia; México no necesita recortes, sino asegurarse de que los recursos se ejercitan de la manera adecuada. México no necesita de revanchas, sino del cumplimiento estricto de la norma. Las medidas de *López Obrador no recortan al gasto, sino al costo, y no inciden en la grasa, sino en el músculo: la fuga de cerebros que, inevitablemente, seguirá a la disminución en los salarios —y la reubicación de las dependencias— no será una cuestión de falta de patriotismo, sino de mero sentido común. El servicio público como opción profesional es una carrera en la que pocos querrán comprometerse si, en el ejercicio de la misma, no está garantizado el sustento y desarrollo de sus propias familias.
López Obrador ha anunciado que ganará la mitad que Peña Nieto, y con base en eso se tabularán los salarios del resto de la administración pública: para quien no trabaja desde hace más de 12 años, y no tendrá gasto alguno en los seis siguientes, prometer, sin duda, no empobrece.
Prometer no empobrece, pero, en cambio, entusiasma a los ilusos. México tiene un problema grave de corrupción, pero no está en crisis: por eso no se han planteado cambios de fondo, sino de forma. La gasolina seguirá subiendo con un esquema similar al actual, las negociaciones del TLCAN continuarán sobre la base establecida en esta administración. La seguridad pública no cambiará de un día para otro, la corrupción no terminará como se barren las escaleras. Todo ha cambiado para no cambiar en absoluto: el diseño de país que hoy aplauden los medios entreguistas y los empresarios acomodaticios no es, sino el mismo contra el que sus predecesores se enfrentaron, en una lucha heroica y hoy olvidada, hace más de treinta años.
El México del mañana se define en estos momentos, aunque su diseño comenzó desde hace tiempo, cuando López Obrador encarnó la intransigencia ante lo que hoy convalida, e insultó a sus rivales hasta el cansancio cuando ahora sus esbirros piden que terminen las burlas. López Obrador erosionó durante años las instituciones, y hoy termina por mandarlas al diablo con el apoyo de la mayoría que votó por él y de la minoría que ha renunciado a cuestionarle.
López Obrador apostó al poder absoluto, y está a punto de lograrlo. Los reporteros le aplauden, sus votantes le defienden, los opositores se rinden ante él. El presupuesto responderá a la crisis que se está inventando, sus funcionarios a los sueldos mediocres, los gobernadores a sus delegados, sus secretarios de Estado a la Oficina de la Presidencia, el propio Andrés Manuel a su propia soberbia.
México no se convertirá en Venezuela, es cierto. La austeridad de Andrés Manuelnos llevará a saber, antes de eso, lo que ha vivido Grecia. Información Excelsior.com.mx