POr Víctor Beltri
El “falso dilema” es una falacia lógica informal que consiste en simplificar, una situación compleja, en la elección entre dos opciones que son presentadas como mutuamente excluyentes —y las únicas posibles— ante una situación determinada. ¿Estás conmigo —y, en consecuencia, aceptas todos mis postulados—, o estás contra mí?
El arma favorita de los demagogos. Fieles o infieles; Patria o muerte, conservadores o liberales: en una disyuntiva así, parecería que no hay para dónde hacerse. Y no es cierto, en absoluto. El “falso dilema” asume que sólo una de las dos opciones puede ser elegida, cuando en realidad es posible escoger partes específicas de ambas propuestas o —incluso— elegir una tercera, dado que las opciones planteadas no son las únicas disponibles.
La realidad es mucho más compleja que blanco y negro, cierto o falso, o buenos y malos: asumirlo así es más una cuestión de creencias personales, que una cuestión de razonamiento. El “falso dilema” es una división forzada, que no busca más que acendrar las diferencias entre dos bandos y obligar, al receptor del mensaje, a tomar partido por una opción cuyas falsas virtudes han sido asentadas de antemano, en lugar de la otra única opción planteada y que ha sido denostada por medio de mensajes, repetidos constantemente, basados en otras falacias. Nosotros somos los únicos honestos, todo lo anterior a nosotros estuvo equivocado, nuestros adversarios —no tenemos enemigos— sólo están buscando robar de nuevo. Falacias, politiquería, propaganda.
Aceptar la falacia del “falso dilema” —y comprar el argumento de que quienes no apoyan la opción propuesta están a favor de la otra— implica, necesariamente, un salto de fe. Un salto que implica cerrar los ojos ante los errores —y deficiencias— de quien lo propone, para aceptar a ciegas una causa que carece, cada mañana, de argumentos lógicos. En el caso concreto de nuestro país, y ante el desafío expresado por el titular del Ejecutivo, el falso dilema significa dejar de cuestionar las decisiones equivocadas para abrazarlas incondicionalmente.
Así, quien no estuviera de acuerdo con las decisiones tomadas por la administración actual se convertiría —de inmediato— en un conservador del siglo XIX, dispuesto a que la República sufriera los mismos problemas —y consecuencias— surgidos en una época que poco, o nada, tiene que ver con la que estamos viviendo: quien no quisiera ser identificado con dicho grupo tendría que aceptar, incondicionalmente, las acciones del gobierno en funciones.
Quien no quisiera ser un conservador tendría que definirse desde ahora, y aceptar —como propios, y sin chistar— los errores de la administración actual; quien no fuera un conservador tendría que estar de acuerdo con la construcción de un tren que no va a ningún lado; con una refinería que no necesitamos, con un aeropuerto inútil, asentado en una zona arqueológica y con un cerro enfrente. Quien no quisiera ser un conservador debería de estar de acuerdo con el estrangulamiento al sector privado, con el odio al adversario, con los números erráticos de quien está a cargo de la pandemia.
Una falacia descarada. No, no es cierto que íbamos muy bien antes de la pandemia: las cifras de pérdida de empleos —y la erosión de confianza del sector internacional— se habían incrementado desde antes. No, no es cierto que la violencia no se haya incrementado: la estrategia de abrazos, en vez de balazos, no ha tenido ningún resultado positivo. No, no es cierto que exista un riesgo de rebrote, cuando las cifras no han disminuido. No, no es cierto que la única opción para reactivar la economía sea abrir con un semáforo nacional en rojo: si se cancelaran las obras inútiles en las que se insiste desde Presidencia, los fondos disponibles serían suficientes para la subsistencia de una buena parte de los empleos que se están perdiendo. No, no es cierto que tengamos que apechugar con estas crisis: lo que es cierto es que estamos metidos en este embrollo por la culpa de quien no ha sido capaz de ver más allá de los límites de su propio ego.
No, no es cierto que tengamos que tomar una decisión por melón o por sandía. Lo que es cierto es que, quien propone el “falso dilema”, no ha sido capaz de ser un Presidente para todos. Un mandatario que no entiende su propia responsabilidad, y que, ante su propio fracaso, no encuentra más opción que pedir el apoyo —a ciegas— con rumbo al fracaso.
El presidente del “falso dilema” se ha equivocado. El país no es como lo prometió: el país es, ahora, un caos. Ante su propia demanda, no queda sino darle respuesta. ¿En verdad no hay para dónde hacerse? Información Excelsior.com.mx