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Estos días un cuento de Dahlia de la Cerda, recién publicado por Sexto Piso y divulgado en lectura abierta por El Universal, encendió un debate en diversos tonos en la red social de la conversación inmediata antes conocida como Twitter, que vale la pena observar por lo que revela de la muerte de la generosidad creativa.
En esencia, todo comenzó —esta vez— con una cita al texto aderezada con un comentario que cuestionaba el trabajo editorial detrás de tal obra, insinuada en el tuit como mediocre, como pésimamente escrita.
La autora luego se defendió. Mala o buena, sugirió en la misma plataforma, “fue finalista del premio más importante de narrativa breve en español. No había uno, había varios editores interesados en publicarlo. Ya está en negociación para la traducción a cinco idiomas. Ya está en negociaciones para una serie. Ya tiene un audiolibro. Es el tiraje más grande en la historia de mi editorial”.
Hablaba yo de muerte cultural porque creo que estos jaloneos evidencian dos cosas nítidas, al menos.
La primera es que a la industria de la literatura sólo de manera parcial y secundaria le importa la literatura: su oficio es publicar voces desde un ruido inmediato que llenen por una temporada climática las mesas de novedades, a sabiendas de que el fenómeno se extinguirá rápido y de que para entonces se tendrá otra nueva figura sustituta renovando el pacto. Ciclos de ventas que explican, por ejemplo, que hoy sea más difícil conseguir un ejemplar de Deseo, de la laureada con el Nóbel Elfriede Jelinek, que de Temporada de huracanes.
La defensa de Dahlia parece reiterar, corroborar, una crítica subyacente a que en su trabajo no importa la calidad escritural, la exploración psicológica, la configuración poética de un estilo, sino los contratos que la fama puedan suscitar, la venta masiva de ejemplares, la costumbre de tomar aviones a Nueva York tras devenir escritor, y cómo los premios literarios, que otrora se imaginaban garantes de significado y relevancia artística, se suman a estas lógicas con prisa. Se premia lo funcional al momento, esté trabajado con preocupación artística o no.
La segunda evidencia, creo, radica en el público. A Sexto Piso, a las editoriales corporativas en general, a los autores que asumen participar en tal pacto de silencio, les conviene un cuerpo de lectores silencioso, obediente, sumiso, que acepte el nuevo objeto de consumo sin mucha queja, sin objeción estética, sin interacciones críticas. Sin imaginación.
Se demanda una pasividad que no note el mercado de libro como un circuito de influencias y deshonestidades básicas —pues en las presentaciones de los libros se esgrimen valores inmateriales, como la rebeldía, el arrojo, la sensibilidad; nunca el chantaje, la instrumentalización de problemas legítimos, el oportunismo inmediatista, la respuesta a un clima de opiniones dominantes, el olfato mustio, la verticalidad—.
Así, en este actual zafarrancho, se reprocha a las burlas, que también le llovieron a la autora y a su prosa, que no se ejerzan desde un comportamiento loable, respetuoso. La industria editorial puede pitorrearse del público haciéndole creer que participa de decisiones artísticas circulares, horizontales, pero en tanto el manipulado siempre debe portarse bien, ser ponderado, racional, cumplir con ciertos requisitos de conducta (como comprar un ejemplar que no sea pirata) antes de emitir su opinión, o antes de atreverse a sospechar que el emperador premiado y traducido y editado quizás va llanamente desnudo.
No se trata de Dahlia, sin embargo. Ella suele aparecer en estas discusiones de redes sociales cada cierto tiempo. Algo que, por lo demás, la satisface en su plan de negocios: “Tiene tres días que salió a la venta”, anotó en un tuit aderezado con un meme donde Medea me cantó un corrido detona un escándalo.
Que hablen de ti, aunque sea mal, como presuntamente bosquejó Elton John en defensa de Miley Cyrus y seguramente ratifica cada cierto tiempo la administración perpetua de los escándalos.
Indirectamente, la industria editorial exhibe en todo esto su mezquindad, sus verdaderas intenciones. Y los autores y sistemas de premios también ratifican que escribir con amor a la exploración del alma y del lenguaje es una virtud secundaria o de plano prescindible.
Mientras las finanzas se pelean y se embrutecen, qué bueno que las audiencias recuerden el derecho a no leer, a inconformarse, a sospechar que, si de veras inaugura mundos, la literatura tiene la virtud de convocar mejores posibilidades de invención y estremecimiento, de roce (“nada podrá contra nuestros corazones desquiciados”), por una vez sin abusos empresariales concentrados que se disfracen de iniciativas por la respiración de la humanidad.
Si nos quieren ver bailar, pues, tendrán que quemarnos vivos. Información Radio Fórmula