Por Víctor Beltri
…o muchos, muchos más. El exceso de mortalidad —que consiste en la diferencia entre la proyección de decesos esperados en un cierto periodo, contra los efectivamente registrados— en lo que va del año, supera en 71 mil fallecidos a la cifra estimada oficialmente. Esto, tan sólo en veinte estados: la cifra total podría superar las 100 mil muertes.
Cien mil muertes anómalas, cien mil muertes inesperadas. Cien mil muertes que no tendrían que haber ocurrido, en las circunstancias normales de todos los años, pero que hoy enlutecen —inauditas— nuestros hogares. Cien mil muertes que incluyen a las 43 mil reconocidas oficialmente como producto de la pandemia, más las supuestas neumonías atípicas, más las que han sido registradas como resultado de enfermedades anteriores o desconocidas. ¿Cuál es, entonces, la razón de estas muertes?
¿Cuál es la razón de estas muertes, cuando en otros países con comorbilidades similares —y poblaciones de mayor tamaño— las cifras son menores? El paradigma seguido por las autoridades de salud mexicanas asume que, quien tenga que enfermar, habrá de hacerlo, y que la responsabilidad del Estado no rebasa la de tener camas disponibles —aunque sea sin manos para operarlas— y reportar, de manera cotidiana, las cifras de los decesos que se acumulan. De manera tardía; de manera incompleta. De manera inoportuna.
De manera que sirva a la narrativa oficial. La catástrofe que estamos viviendo se oculta entre una maraña de datos, trending topics y declaraciones; escándalos cotidianos, enemigos del pasado, conspiraciones y cortinas de humo que no sirven sino para distraer la atención sobre lo que realmente importa.
¿No será, acaso, que la estrategia del gobierno federal es equivocada? ¿No será —tal vez— que podría haberse hecho más para contener la propagación? ¿No será que el Presidente de la República transmite un mensaje equivocado al negarse a usar un cubrebocas, o al desestimar —y ridiculizar— a los subsecretarios que lo promueven? ¿No será que no tenemos que contagiarnos todos hasta que surja la vacuna, y resignarnos a la muerte de los más débiles y los más obesos? En China, por ejemplo, no tuvo que enfermar la población entera para que los decesos terminaran, y la pandemia se declarara controlada; ¿en México tiene que ser así?
¿En México, de verdad, tiene que morir tanta gente? En China no fue así, en Corea tampoco. En Nueva Zelanda la cantidad de muertos es de 22 hasta el momento, y no tuvo que enfermar toda la población para vencer la pandemia. En Europa los controles han funcionado, y se ha detenido a tiempo; en África entera la cantidad de decesos es la tercera parte de lo que tenemos en México. ¿Qué está pasando en nuestro país?
Lo que está pasando es que —como siempre— los intereses políticos se anteponen a los de la comunidad, y la estrategia de comunicación confunde —de manera perversa— los intereses del Presidente con los de la comunidad. No es cierto que la mera firma del tratado vaya a detonar el regreso a una prosperidad —que no existía—, como tampoco es cierto que la realización de los proyectos emblemáticos de este sexenio sean realizables, o tengan el impacto que la administración actual predice. Todo, todo en absoluto, no es sino mera politiquería.
Politiquería que no tiene mayor objetivo que el de desviar la atención, lejos de lo realmente importante. El escándalo mediático que se avecina, alrededor de las declaraciones de quien ocupara la dirección general de Pemex en la administración pasada, no tiene como objetivo combatir la corrupción, sino ofrecer contenidos a unos medios ávidos de reportar algo distinto al número de contagiados, a las muertes cotidianas, a las conferencias de prensa sin sentido.
Al hecho —ineludible— de que nos faltan 43 mil, más los que no se han contabilizado. Más que los que se acumulen esta semana, mientras el Presidente y el subsecretario se exhiben sin tapabocas. Más los que siguen contando. Información Excelsior.com.mx