Por Pascal Beltrán del Rio
La muerte de más de 90 personas en Tlahuelilpan, como consecuencia de la explosión de un ducto de Pemex que había sido ordeñado, tiene varias causas.
Entre ellas, una idiosincrasia permeable a la corrupción, una educación y cultura cívica débiles, la ausencia del Estado de derecho y una creciente falta de autoridad del Estado.
Me detengo en esta última. Fue muy preocupante ver la incapacidad de los soldados y policías federales enviados al lugar para impedir que la gente cometiera un acto tan ilegal como peligroso: acercarse a una toma clandestina para llevarse la gasolina en bidones.
Es verdad que esos servidores públicos fueron rebasados en número por la muchedumbre y no es mi intención responsabilizarlos del desenlace. Pero también fue muy evidente que a los pobladores que habían acudido al lugar para robarse el combustible no les merecía el menor respeto el uniforme de soldados y policías.
Eso tendría que preocuparnos a todos.
Yo pertenezco a una generación que creció con temor al Ejército, en buena medida por el papel represivo que a ratos jugó durante la era del partido de Estado. Ese miedo fue evolucionado –en mi caso, cuando menos– hasta convertirse en respeto.
Creo que en años recientes ha habido un esfuerzo denodado de civiles y militares por acercarse e ir derruyendo los muros entre esos dos mundos.
Las Fuerzas Armadas supieron ganarse el apoyo de la ciudadanía, por su lealtad hacia las instituciones democráticas y la asistencia que han proporcionado a la población en situaciones de desastre.
Soldados y marinos han cosechado ese apoyo en estos años de violencia, en los que la incapacidad de las autoridades para construir cuerpos policiacos eficaces y confiables los ha llevado a la primera línea de defensa contra las acciones de los criminales. Hay ciudades donde la gente no confía en nadie más.
Pero ese ha sido igualmente un escenario en la que las Fuerzas Armadas han visto desgastado su prestigio, pues si bien es cierto que algunos elementos castrenses se han excedido en un combate para el que no están preparados, también lo es que las violaciones a los derechos humanos de las que han sido acusados no han sido siempre puestos en la balanza contra el enorme esfuerzo que hace la mayoría de ellos al participar en operaciones de seguridad pública.
El escarmiento público que se han llevado soldados y marinos por ser parte de una labor que –insisto– no les corresponde ni quieren, ha llevado a muchos de los políticos que comodinamente los han colocado en la línea de fuego a deslindarse de ellos y a los mandos militares a poner en práctica precauciones que han dejado a sus subordinados prácticamente sin posibilidades de hacer su trabajo. Peor aún: esto ha sido motivo para que algunas personas les falten al respeto.
El resultado ha sido que soldados y marinos sean agredidos por civiles –criminales o no– y que ellos no respondan a los ataques por temor a que se les señale como violadores de garantías individuales.
Ha habido muchos incidentes de este tipo, pero vale la pena detenernos en dos: el de Santa Ana Ahuehuepan, el 12 de enero, cuando un grupo de soldados que perseguía a presuntos huachicoleros fueron retenidos y golpeados por habitantes de ese poblado del municipio de Tula, Hidalgo; y el de Tlahuelilpan, donde los soldados fueron rebasados en número por pobladores que ni siquiera se tomaban la molestia de escuchar las advertencias que les hacían los soldados sobre el peligro que corrían.
Todos perdemos con esa falta de consideración para el uniforme verde olivo, que es reflejo de la incapacidad del Estado de imponer su autoridad.
Hay que decirlo sin rodeos: se ha perdido respeto a los militares porque la gente sabe que sólo en circunstancias muy específicas –como cuando hay una amenaza real contra sus vidas–pueden ellos emplear la fuerza. Eso ha hecho que muchas veces soldados y marinos sean agredidos, y a sus vehículos les rompan los cristales o los faros, casos en los que los militares simplemente no pueden responder.
Está en el interés de todos revertir esta situación. En otros países, si alguien toca a un policía o daña su vehículo, la pena que enfrenta es muy fuerte.
Si vamos a seguir encargando las labores más pesadas de la seguridad pública a soldados, marinos y policías federales –ahora bajo la figura de la Guardia Nacional, que, dicho sea de paso, debería ser una figura temporal, no permanente–, habría que encontrar la manera de que puedan hacer ese trabajo sin temor a represalias. Me refiero, desde luego, a una manera en el marco de la institucionalidad democrática y la ley.
Eso está en el interés de todos. Después de los militares, no queda nada para mantener protegidos a los habitantes de este país de quienes pueden hacerles daño, a veces incluso de ellos mismos. Información Excelsior.com.mx