Por Víctor Beltri
El mundo prosigue. Ha transcurrido poco más de un mes de la elección presidencial y es preciso que las aguas asuman su cauce normal: López Obrador es —virtualmente— el presidente electo; Peña Nieto es, todavía y hasta el 30 de noviembre, Presidente en funciones. Para bien, o para mal, el sexenio aún no ha terminado.
El sexenio no ha terminado, y es necesario dejar que acabe: a pesar de que los resultados de las elecciones no sean sino un reflejo indiscutible de la falta de aprobación sobre la administración actual, o de la designación oficial de Andrés Manuel como presidente electo, existen —todavía— cuestiones que deben ser resueltas, decisiones que deben ser ejecutadas, proyectos que deben concluirse. El sexenio de Peña Nieto no podrá ser evaluado de manera correcta si, antes de que concluya, no se permite que termine. Y esto no está ocurriendo.
México está paralizado, cautivo en el impasse resultante de tener un Presidente en funciones, y uno electo, con el menor y mayor porcentaje de aprobación histórica —respectivamente— de manera simultánea: un desafío que supo enfrentar Peña Nieto al reconocer el triunfo de su adversario, pero para el que —sin duda— no ha estado a la altura López Obrador. No es mala leche: la verborrea de Andrés Manuel satisface su ansiedad pero, al mismo tiempo, dinamita la conclusión de una administración exhausta y siembra —de manera innecesaria— obstáculos que tendrá que enfrentar en el futuro, desencantos que habrá de explicar, expectativas que deberá cumplir. Seguidores a reconquistar.
Seguidores a reconquistar, si le interesara. Aunque no es así: quien hasta hace unas semanas despotricaba en contra del gasolinazo, hoy está de acuerdo en que continúe la Reforma Energética; quien llamaba pillo al candidato del PRI, hoy lo recibe en su casa; quien dijo oponerse a la mafia en el poder, hoy reconoce a su caudillo histórico poniéndolo al frente de una empresa energética que no está preparado para dirigir. Quien dijo comprometerse con la democracia, hoy respalda a su enemigo histórico. Incongruencia tras incongruencia.
Incongruencias que, tampoco, le interesa resolver. Andrés Manuel se siente seguro de su triunfo —con un Congreso dominado y unas redes sociales controladas— y desprecia a quien lo cuestiona: lo hizo con el respaldo a la señora Sansores, lo hizo con la multa del Instituto Nacional Electoral, lo hizo con la ratificación a Bartlett. Lo ha hecho con el desprecio a la ciudadanía ante el reclamo —legítimo— sobre su incongruencia, y lo ha hecho con la humillación que ha propinado tanto a la izquierda histórica, como a la derecha opositora, con la entronización de quien les robó el triunfo hace tres décadas: no deja de ser un triste espectáculo el que ofrecen Cuauhtémoc Cárdenas, o a Tatiana —la hija de Manuel Clouthier— al convalidar con su presencia a quien destrozó sus sueños y los de toda la nación. Pero —sobre todo— incongruencias que deberían de terminar al menos en lo que comienza su mandato: Andrés Manuel está decepcionando a sus seguidores y —al mismo tiempo— elevando las expectativas en un periodo en el que todavía no puede actuar pero sobre el que, de seguir declarando, se le pedirán explicaciones. La verborrea de López Obrador satisface su ansiedad, pero pone obstáculos a su propio proyecto y dinamita al que concluye: es necesario, por el bien de todos, que deje de proferirla hasta que asuma el poder. Prudencia, por favor: es necesario guardar los tiempos.
Es necesario guardar los tiempos: a nadie le interesa que le vaya mal a la administración entrante, pero tampoco a nadie debería de interesarle el mal término de la que concluye. A nadie conviene, en este sentido, que prosiga una virtual duplicidad de funciones que sólo siembra incertidumbre. A nadie conviene, en realidad, que le vaya mal a México. Paciencia, ya ganaron. Información Excelsior.com.mx