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Palacio Nacional, como imán de la protesta

Por Pascal Beltrán del Rio

El motín comenzó en la alhóndiga de la ciudad, cuyos vestigios aún pueden verse en la esquina de las calles Manzanares y Roldán, a cinco cuadras del Zócalo.

Lo iniciaron las mujeres, hartas de los altos precios de los comestibles, particularmente del maíz.

Primero insultaron a los soldados que cuidaban del orden en el mercado. Del insulto pasaron al asalto, y se fueron en masa sobre el Palacio Real. Sus maridos, que bebían en las pulquerías esa tarde de domingo, no tardaron en unírseles.

Era el 8 de junio de 1692, día “infelicísmo para México y aun para todo el Reino”, escribió el notario eclesiástico Thomas de la Fuente Salazar.

Blandiendo machetes y arrojando piedras, la turba cargó contra el Palacio. La compañía de infantería que resguardaba el recinto trató de hacerle frente, pero, viéndose en minoría, tuvo que batirse en retirada y atrancar las puertas.

Narra De la Fuente que los amotinados apedrearon las ventanas, “quebraron sus vidrieras y no pudiendo quebrar sus puertas, llegada la noche les pegaron fuego por todo su contorno y el balcón grande que por ser de madera y celosías pegó con más brevedad”.

Ese día el Palacio Real, hoy Palacio Nacional, sufrió el peor daño de su historia. El virrey Gaspar de la Cerda, conde de Galve, no se encontraba allí, pues asistía a la procesión del Santísimo Sacramento, en la iglesia de San Francisco, en la actual esquina de Madero y Eje Central.

En media hora, la capital de la Nueva España se convirtió en “una Troya”, relata De la Fuente. “Tocaron las campañas de Catedral a plegaria y todas las demás de la ciudad y sus contornos”. Aun así, “robaron mucha hacienda” y “a las once de la noche quedó ardiendo todo”.

El Palacio –rebautizado como Nacional después de la Independencia– menguó como símbolo de poder cuando los presidentes trasladaron su trabajo a Los Pinos. El primero que comenzó a despachar de tiempo completo en la residencia oficial fue Luis Echeverría. El traslado diario al Centro se había vuelto poco práctico y el movimiento estudiantil de 1968 había mostrado lo vulnerable que podía ser el Presidente en el viejo recinto virreinal, expuesto a cualquier cosa que podía ocurrir en una plaza abierta.

Incluso, en 1984, en una de las ocasiones ceremoniales en que el mandatario usaba el Palacio, alguien lanzó un coctel molotov a uno de los balcones y provocó quemaduras al director del ISSSTE.

Pese a esos antecedentes, el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió convertir al inmueble no sólo en su lugar de trabajo, sino también de residencia, algo que no sucedía desde finales del siglo XIX. La justificación fue acabar con Los Pinos como centro de poder y ostentación. Sin embargo, con ello, renació el Palacio como imán de la protesta y el desahogo.

Durante el medio siglo en que los presidentes no despacharon en Palacio, el viejo recinto virreinal pudo mantenerse en buenas condiciones. Los manifestantes que llegaban al Zócalo no veían razón de atentar contra él porque ahí no estaba el que manda. Éste se encontraba en Los Pinos, y llegar hasta la residencia oficial siempre fue complicado, incluso para los más entrenados inconformes.

Ahora, el presidente Andrés Manuel López Obrador tendrá que vivir con su decisión.

Igual que en 1692, fueron mujeres las que se encargaron de desacralizar esta semana el viejo símbolo de poder que el Presidente quiso revivir. Y bastó con que éste pidiera a las feministas “no pintarnos las paredes y las puertas”, como lo habían hecho el lunes, para que lo repitieran en la manifestación de ayer. Las pintas en Palacio llegaron para quedarse. Información Excelsior.com.mx

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