Por Ángel Verdugo
La visión victimista que nos acompaña —prácticamente desde siempre— se manifiesta, lo aceptemos y entendamos o no, a la menor provocación; tal parece que nos seduce el lloriqueo y flagelarnos. Lo nuestro, en todo lugar y momento, no es otra cosa que parecer débiles ante cualquiera, fuere adversario o no; tal parece que lo que deseamos es, más que protestar, no incomodar al que nos agrede.
Las causas de esta conducta —profundamente arraigada entre nosotros—, sin duda tienen raíces profundas en nuestra historia, y en la cultura que hemos ¿construido? a lo largo de siglos. No soy especialista —ni de lejos— en el tema; más bien soy un observador acucioso de dicha conducta. En consecuencia, espero no escribir muchos disparates, únicamente los necesarios.
El afán que nos distingue, el cual en ocasiones raya en el ridículo, nos lleva a adoptar una posición de modestia fingida que busca, pienso, la conmiseración (compasión que se tiene del mal de alguien) del interlocutor. Así somos, y actuamos en congruencia con esa forma de ser la cual, ni por accidente racionalizamos para tratar de ir eliminándola poco a poco, con miras a evitar —en lo posible— transmitirla a las nuevas generaciones.
En los días que corren, una vez más dejamos ver esa posición de víctima de la cual somos objeto. Nada de fijar una posición respecto de lo que consideramos una agresión; nada de mostrar dignidad y repudio de lo que nos ofende con claridad y firmeza, a la vez que lejos de la bravata y los lugares comunes. Lo nuestro pues, me parece, es el permanente recurrir al sufrimiento que se nos causa, y lamentar el daño que eso conlleva, pero de ahí, no nos movemos lejos.
Lo anterior, preguntaría, ¿es la conducta correcta en la era de las economías abiertas, la interdependencia y la globalidad? ¿Es esa la conducta de un país de 125 millones de habitantes, y el número 15 por el tamaño de su economía?
¿Qué tanto debe privar la prudencia y el lenguaje exageradamente cuidado frente a ese afán que es tan nuestro, de no provocar al que nos ofende y/o agrede, en la respuesta y posicionamiento oficial? ¿Es válido acaso, llevar las cosas al extremo de decir sin nada decir porque, la reacción del agresor —pensamos—, podría ser más dura y ofensiva?
Por otra parte, ¿nos es dable pensar que esas respuestas, dulzonas y vagas, se deben, esencialmente, a las cualidades y conductas de nuestros políticos, sean gobernantes, funcionarios o legisladores? Es más, para no caer en ese lenguaje casi aséptico que señalo, borro cualidades y conductas para poner en su lugar, simple y claramente, corruptos hasta el tuétano.
Cuando alguien —especialista o no—, cuestiona la conducta oficial adoptada frente a lo que a todas luces son ofensas y agresiones, la autocrítica es mercancía escasísima en los corredores del poder. El que cuestiona lo hace, no porque piense que esa respuesta y si se quiere, esa pretendida política de apaciguamiento es errónea, sino porque tiene intereses políticos.
Al margen de si el cuestionador y/o los críticos los tuvieren, hay una demanda de información insatisfecha; ¿por qué esa respuesta y ese tono? ¡Quién sabe! Mientras esas respuestas y/o protestas formales sigan como a la fecha, un hecho queda claro: Lo nuestro es quejarnos, más que protestar; es lamentarnos de las agresiones, pero nada de exigir —firme y claramente—, que cese esa conducta.
La pregunta ahí queda: ¿Eso mismo hará el sucesor de Peña Nieto?
Información Excelsior.com.mx