Por José Buendía Hegewisch
El abordaje en puestos clave de la política interior y de seguridad del grupo político del Estado de México, y sus operadores en el gabinete de Peña Nieto, es un mensaje claro del abandono de la política pública contra el crimen desde mediados del sexenio. El exsecretario de Gobernación Miguel Osorio Chong dejó la casa tirada en el problema más grave del país, la violencia, pero el perfil político del equipo de relevo no ofrece entrar a arreglar nada, en un año en que la prioridad del gobierno es ganar los comicios. El único fuego a apagar es el electoral, y así no es extraño que la percepción social de la inseguridad sea que pueda empeorar en 2018 con el cambio de gobierno en nueve estados, Congreso y Presidencia.
Si hay un ámbito en que el vacío de autoridad es imposible ocultar es la seguridad pública. La estadística de delitos de alto impacto es elocuente ante los saldos negativos del sexenio, tanto como la percepción social sobre la inseguridad y la fuga electoral del gobierno ante la incapacidad para controlarla. El país no había vivido un año tan violento como 2017 desde que se tienen registros del delito (1997), en una tendencia al alza que marca al sexenio, salvo un corto periodo de contención en los primeros dos años de la administración. Por eso, mejor dejar el asunto… y atrincherarse en las instituciones para pelear los comicios.
La falta de una estrategia sólida y la corrupción son el correlato de la ola de crímenes que afectan a estados y ciudades gobernadas tanto por el PRI como por el PAN y el PRD. El sésamo que abriría la crisis de seguridad del sexenio de Calderón, con una nueva política de coordinación entre niveles de gobierno, se truncó en la tragedia de Ayotzinapa. La connivencia de poderes locales con el crimen organizado dejó en estados y municipios la responsabilidad del fracaso, a pesar de que delitos relacionados con el narcotráfico son de competencia federal. Y luego los escándalos de corrupción en media docena de gobiernos estatales fue la lápida de la reforma policiaca y de sus mandos en las entidades.
El fracaso de la estrategia de seguridad dio lugar, por un lado, al debilitamiento de la política de fortalecer las instituciones civiles contra el crimen y a redoblar la apuesta por la intervención de los militares en seguridad pública con la Ley de Seguridad Interior. Por el otro, orientar la discusión es clave electoral para relacionar el problema de la inseguridad con las alternancias políticas y una menor eficiencia de los estados gobernados por la oposición. Es decir, avanzar hacia el peor escenario de politizar la seguridad para evitar el costo por el deterioro de la mayoría de los delitos de alto impacto. De acuerdo con datos oficiales, los estados con mayor número de víctimas en los primeros diez meses de 2017 fueron Baja California, Sinaloa, Guerrero, Estado de México y Colima, los cuatro últimos gobernados por el PRI. Pero lejos de atenderse, el reclamo contra la ineficacia de autoridades locales se restringe a Chihuahua, tras la confrontación contra el federal por la investigación de corrupción que involucra desvío de fondos de la SHCP al PRI.
La mayor trampa es politizar la inseguridad porque oscurece aún más los caminos para recuperar la “paz social” que ofreció Peña Nieto desde su toma de posesión. Aquella promesa, ahora, se limita en su mensaje de año nuevo a “redoblar esfuerzos en municipios” para garantizar la paz y la tranquilidad, mientras el grupo dominante del PRI de Atlacomulco desembarca en Gobernación en víspera de la elección presidencial. Si las expectativas de controlar al crimen se extinguieron en los últimos tres años de Osorio Chong, ahora los cambios apuntan a convertir el temor a la violencia en disuasivo y arma arrojadiza para la pugna electoral. El panorama, como perciben cuatro de cada diez mexicanos en la última encuesta del Inegi de seguridad pública, es por ello poco optimista. Información Excelsior.com.mx