Por Ángel Verdugo
En otras ocasiones he tocado el tema que da lugar al título de esta colaboración. No hace mucho, allá por los años setenta u ochenta del siglo XX, las noticias acerca de lo que sucedía en otros países tenían que ver, casi totalmente, con aspectos políticos o militares; cuando no era un golpe de Estado se trataba de un movimiento guerrillero que había tomado un grupo de rehenes en alguna embajada o algún atentado terrorista.
A medida que el tiempo pasó, el centro de las notas fue desplazándose de lo político y lo militar a lo económico, y a los logros en materia de elevación de la calidad de vida y los avances técnicos y científicos de algún país, el cual, todavía pocos años antes, era poco menos que un paria en esos últimos temas.
Los efectos de la globalidad y la apertura decidida y voluntaria en decenas de economías en todas las regiones del planeta hizo que aquel desplazamiento alcanzara mayor velocidad. Para mediados de los años noventa, ya era una rareza encontrar en el mundo un país cuyo modelo económico fuera el de una economía cerrada, aunada al aislamiento de las grandes corrientes del comercio internacional.
México debió abrir su economía e integrarse a la globalidad, allá por el año 1987; es decir, acabamos de cumplir 30 años de seguir un modelo de economía abierta e incorporación voluntaria y activa a la globalidad. Frente a esta realidad, ¿por qué entonces la mentalidad —de no pocos mexicanos— sigue renuente a ver el mundo con otros ojos, los de la apertura?
¿Qué explica esa negativa a tratar de conocer y entender lo que sucede fuera de México en materia económica? ¿Por qué no darnos cuenta, que la forma de trabajar y producir que solía privar no hace mucho, ha dado paso a lo que es conocido hoy como Economía del Conocimiento?
¿Por qué no informarnos de las exigencias que esa nueva economía tiene ya —y con seguridad tendrá más en pocos años— para los que desean incorporarse a los nuevos mercados laborales que ha generado? ¿Acaso saberlo nos dañaría? ¿Por qué no estimular a nuestros hijos y nietos a calificarse, para así tener más posibilidades de lograr una incorporación exitosa?
Los que tengan —como es mi caso— más de 70 años, significa que se formaron en los años sesenta; además, si tuvieron la oportunidad y fortuna —como fue también mi caso— de poder estudiar en una institución pública de nivel superior (IPN, en mi caso) recordarán que, en esa época, en materia de avances tecnológicos y científicos, las cosas iban despacio.
¿Recuerdan qué modelos de electrodomésticos había en México allá por los años sesenta? ¿Y hoy? ¿Qué les parece la oferta y diversidad de modelos? ¿En cuántos años se dio esto? ¿10, 15 o 20? En términos históricos, un suspiro. El cambio se registra hoy a una velocidad tal, que jamás fuimos capaces de imaginar allá por los años sesenta y setenta del siglo XX. ¿Por qué, entonces, la cerrazón de la que hacemos gala hoy, a cada momento?
¿Qué explica, entonces, el que algún desequilibrado afirme que, de ser presidente, regresaría la actual al texto original de la Constitución, aprobada el 5 de febrero del año 1917? Deje de lado los requisitos para la aprobación correspondiente, y piense en la salud mental del que propone ese despropósito.
Ahora le pregunto: ¿Podría vivir usted con una constitución redactada para un país que se desplazaba en carretas, cuando la que deberíamos tener hoy sería la que exige un país que en pocos años se moverá en cohetes?
Información Excelsior.com.mx