Por Víctor Beltri
Un periodo para no repetirse. El saldo que dejan tras de sí las precampañas que recién han concluido no puede sino calificarse como desastroso: la duración absurda, los ataques personales, la tibieza del árbitro. Las mentiras, el racismo, el resentimiento. El machismo de siempre, las amenazas veladas, la vulgaridad ramplona. El desencanto.
El desencanto de una sociedad que, hace mucho tiempo y con sobrada razón, dejó de creer en la política y sus oficiantes. La farsa de “precampañas” que acabamos de presenciar, en la que se dilapidaron millones de pesos para ungir a quienes sólo simulaban competir, y que sólo sirvió para radicalizar a los leales y tornar la división en encono: terminamos las precampañas entre advertencias de “chingadazos”, disculpas forzadas a la “mafia del poder”, “prietos que no aprietan”, señoritingos fifí, ñoños, chapulines y traiciones de todos los colores y, recientemente, la propuesta vulgar y ambigua de un México “chingón” realizada por el candidato que se supone que tendría las credenciales suficientes para ofrecer un México próspero, desarrollado y con relevancia internacional, argumentación a la que parece renunciar en el intento de una cercanía que se adivina artificial desde el principio, y que pretende un posicionamiento que no va de acuerdo con la imagen que ha formado a lo largo de su paso por cinco secretarías de Estado.
José Antonio Meade ha formado una imagen de profesionalismo y corrección: imponerle un lenguaje que no le corresponde no lo acerca, sino que le aleja. Meade ha formado, también, una imagen de honestidad y transparencia: la reciente campaña de #mexicochingón, en la que aparece su rostro en tinta verde o roja, proyecta justo lo contrario. Un candidato sin experiencia en cargos de elección popular no puede ser pintado de verde sin exponerlo a la burla de sus adversarios, así como tampoco puede ser teñido de rojo quien ha servido en administraciones que han enfrentado una crisis de seguridad y violencia sin precedentes. Un candidato que fue titular de la Sedesol no puede ser asociado con una palabra tan peyorativa como “prieto”, aunque la diga el presidente de su partido; un candidato que se apoya en su familia no puede permitir, en su círculo cercano, juegos de palabras de naturaleza sexual o clasista, mucho menos en tiempos de corrección política como los que estamos viviendo.
De la división al encono, parece ser la estrategia de quienes advierten de chingadazos mientras atacan a periodistas e intelectuales. La república amorosa sólo funciona cuando de manera deliberada —disonancia cognitiva— quienes han decidido seguirle ignoran la incongruencia del Mesías Tropical en la fútil esperanza de que su mero arribo termine con todos los problemas, primero, y en que cumpla con todas sus promesas, después. Andrés Manuel está dispuesto a llegar al poder a como dé lugar, y en su tercera intentona no ha dudado en prometer, sin chistar, lo que le pida quien le pueda acercar unos cuantos votos sin importarle las contradicciones. En una mano, por ejemplo, trae a la izquierda que cree que cumplirá con lo que les ha prometido y, en la otra, a los ultraconservadores a quienes ha ofrecido lo contrario. Mariguana, agenda de género, cercanía entre la religión y el Estado: a ambos grupos ha prometido lo que han querido escuchar. Lo que ninguno de los dos grupos parece darse cuenta es que no podrá cumplir las promesas que les ha realizado a ambos, como tampoco podrá cumplir, al mismo tiempo, a los delincuentes a quienes ha ofrecido amnistía o a los empresarios a los que promete fortalecer el Estado de derecho.
Comenzamos la precampaña divididos, y la terminamos enojados. Y faltan meses todavía en los que todo puede pasar, como bien lo saben quienes están dispuestos a jugarse el todo por el todo en una competencia que, a final de cuentas, difícilmente dejará contentos a todos los involucrados en lo que se ha convertido en un juego perverso de suma cero: ninguno de los perdedores volverá a tener la relevancia que tuvo antes del proceso. Los partidos que integran el Frente saben que lo que está en juego es no sólo el presente sino el futuro de los dos partidos: al terminar el periodo electoral ninguno de los dos partidos volverá a ser lo que era antes, mucho menos en el caso de una derrota que en términos prácticos terminaría por llevarlos a la destrucción. Misma destrucción que enfrentaría el PRI en caso de una derrota, como también ocurriría con la derrota de Morena, dada la senectud de López Obrador y la falta de una línea sucesoria distinta a la de su propia familia.
Todo va a cambiar después del primero de julio, sin importar quién sea el vencedor. Tenemos tiempo para reflexionar, cambiar el tono y elevar las propuestas. De lo contrario, quién sabe cómo amanezca el 2 de julio.Información Excelsior.com.mx