Por Víctor Beltri
Qué difícil es ser de izquierdas en estos días. Después de tanta lucha, después de tantos años, después de tanto tiempo. Después de las marchas, de los riesgos, de la militancia. Después de haber acariciado un par de veces la Presidencia: la primera, con el corazón en la mano; la segunda, con el estómago mismo. Para la tercera ya no importa lo que cada quien traiga: los votos de la izquierda mexicana no habrán de servir sino al enemigo de siempre o al de toda la vida. A uno o al otro: a la derecha, que le ha marginalizado de siempre, o a la ultraderecha, que le ha perseguido de toda la vida.
A esto se ha quedado reducido. Las luchas sociales, los círculos de estudio, las marchas y las calles. La doctrina que parecía explicarlo todo y definir a los adversarios, la práctica que mostraba sus trucos dialécticos —y la manera de infiltrarse en los medios— en el discurso cotidiano: ahora ya nada importa. Ahora se trata, simplemente, de elegir entre una de varias opciones (de tres o cuatro en realidad, aunque una de ellas sea impronunciable) de la política mexicana: las primeras, que aterrizan en un Frente ciudadano que implica votar no sólo por los panistas, sino por lo peor que sus diferentes facciones y aliados representan, con tal de que garanticen el acceso al poder. De las segundas, que representan los diferentes intereses regionales —y microsegmentados por grupos de poder de facto— de Morena y sus aliados, tanto de extrema derecha como de vínculo con el inmarcesible régimen de Corea del Norte. Las terceras —las impronunciables— de lo que se desprende como resultado de una administración que, a final de cuentas, ha sido la más progresista de las últimas décadas, al haber propuesto tanto la legalización de la mariguana como el matrimonio igualitario.
El prestidigitador sonríe y, mientras observa atento la mirada de su audiencia, extiende una moneda en la palma de su mano. Un movimiento, otro más: la moneda se desliza entre sus dedos en tanto prepara el desenlace del truco. La atención del público está justo en donde quiere tenerla: gobierno represor, mafia en el poder, intelectuales que desean que Andrés Manuel sea electo, pero prefieren no pensar en cómo va a gobernar. Académicos que se enrollan la bandera —dispuestos a inmolarse, a ciegas, ante quien no tiene como deidad sino a su propio ego pero que lleva, consigo, la marca adecuada. Lo que haga, después, los tiene sin cuidado, en tanto el impulso inicial sirva para lograr el primer efecto: tan irresponsable como el Brexit, tan irresponsable como la llegada de Trump al poder.
Es claro que el sistema imperante ha tenido fallas que es preciso reconocer y, más aún, mejorar: lo es, todavía más, que la experiencia actual debe servir como parámetro y medida de lo que un gobernante debería de ser capaz de perseguir dentro de los límites de la racionalidad. Una racionalidad que no forma parte de lo que puede considerarse como normal por parte del mandatario estadunidense: lo que Donald Trump aspira a tener como realidad constitucional difiere diametralmente de lo establecido por la norma.
Una realidad alternativa que, sin embargo, es muy atractiva para su base más radical. Una base que en poco difiere de la que llevó en el Reino Unido al Brexit o a Estados Unidos a la victoria de Donald Trump: una base que, sin embargo, puede conseguir una victoria más a la base nacionalista más irresponsable de cada democracia. Claro, nadie querría que regresara el PRI de hace 30 años —a excepción de quienes en su momento le integraban, y ahora buscan ser aceptados como la izquierda contemporánea. De los jóvenes ni hablar, de quienes han buscado, durante todos estos años, la visibilidad y las menciones, ni un aviso. Del diálogo ni una línea, del aprendizaje mutuo ni siquiera una mención. Del futuro conjunto, ni siquiera, un atisbo. Qué difícil es ser de izquierdas en estos días. Información Excelsior.com.mx