Por Ángel Verdugo
Una de las consecuencias que más daño causa en ciertas coyunturas —en prácticamente todos los países donde la democracia rige, al margen de las limitaciones e imperfecciones de esta forma de gobierno—, es la búsqueda por parte del gobernante de uno u otro signo político e ideológico, es lo que conocemos como pensamiento único. La tentación por lograr éste y gobernar sin oposición al frente es grande, y seductora.
Unos gobernantes —al intentarlo—, pronto se dan cuenta en los tiempos que corren, de la imposibilidad de concretar aquella ilusión y cejan en su empeño; otros, no pocos, se aferran a lo que la experiencia desde hace años ha demostrado su imposibilidad y en ese esfuerzo pierden tiempo y recursos y su gobernación, al final de su encargo, termina en el peor de los desastres.
América Latina ha sido, desde hace muchos años, un espacio geográfico rico en este tipo de intentos; varias han sido las formas que quien está al frente de éste o aquel gobierno ha utilizado, pero siempre a la búsqueda de lo que podríamos llamar la gran ilusión: no tener obstáculo al frente para concretar, lo que considera la forma óptima de gobernar.
Desde hace algunos años en varias regiones del mundo, se ha presentado el fenómeno señalado en los párrafos anteriores; Europa es hoy, contra toda idea e imagen que podríamos habernos hecho de sus formas de gobierno democrático, es el surgimiento y legitimación de gobiernos cuyos gobernantes califican con un orgullo siniestro de iliberales.
Es ese continente, los casos de Hungría y Polonia encabezan la lista y yéndonos rumbo al oriente, Turquía destaca también como buen ejemplo de lo que señalo. El rechazo al ajeno y el énfasis nacionalista y supremacista domina la escena política en esos tres países, y en otros donde la seducción es mucha para seguir ese mismo camino en lo que se refiere a la forma de gobernar.
Para mejor ilustrar esa tendencia en lo que se refiere a la visión que norma la gobernación iliberal, está la política demográfica de Hungría donde se intenta mediante estímulos diversos —con poco éxito todavía—, elevar la tasa de fecundidad —número de hijos nacidos por mujer durante su vida fértil— para, se dice desde el gobierno, enfrenar la presencia abrumadora y advertida ya, de personas cuya religión es el islamismo.
Esta tentación es de tal forma atractiva que, en un país cuyas raíces e historia están profundamente arraigadas en la migración desde hace siglos como es Estados Unidos, grupos amplios de su sociedad han abrazado con una intensidad impensable hace unos pocos años, el rechazo de quien a la búsqueda de un mejor futuro para los suyos arriesga todo, incluso su vida, con tal de asentarse en el país que consideran el espacio ideal para aspirar para ellos y los suyos.
¿Quién afirmaría hoy, que su país está libre de la tentación de la uniformidad imposible de alcanzar? En su sano juicio, nadie; sin embargo, a contrapelo de lo que vemos aquí y allá, la seducción es grande y tentadora. Ante las primeras muestras de ella, es bueno preguntarnos con la debida objetividad, si habría algo qué hacer para, primero, exhibirlas para crear consciencia del riesgo y segundo, combatirlas dentro de los espacios que la democracia ha creado para la libre expresión ciudadana.
Entiendo la dificultad que dichas tareas enfrentarían en países donde la participación ciudadana no es la regla, sino desentenderse de la cosa pública. La negativa y el desprecio a participar de la cosa pública mediante la militancia en organizaciones que desde hace no pocos decenios las sociedades han conformado y perfeccionado —los partidos políticos—, suena a herejía en los países que conformamos la América Latina.
Sin embargo, a la fecha, por más que critiquemos y rechacemos toda participación en ellos, no se ve una vía diferente que pudiere ser más efectiva y civilizada que los partidos; lo entendamos y aceptemos o no, no hay otro camino civilizado y positivo.
México hoy, lo aceptemos o no, enfrenta una coyuntura que se traduce en un reto de una magnitud y gravedad impensable hace poco; no hay forma de eludirlo, o desaparecerlo volteando para otro lado.
¿Qué responderemos como ciudadanos preocupados por el futuro del país? ¿Nos refugiaremos en la atracción malsana de los temas inocuos, o empezaremos a actuar como ciudadanos en el mejor sentido de la palabra?. Información Excelsior.com.mx