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Sin empate de fuerzas

Por Hugo Garciamarín

Los estudiosos del cambio político definen la consolidación de un nuevo régimen como un empate de fuerzas: oficialistas y opositores ceden posiciones y elementos programáticos que no consideran esenciales, con tal de terminar con la hostilidad e institucionalizar, formal e informalmente, un nuevo orden. Dicho empate no supone igualdad de fuerzas ni parálisis, sino el reconocimiento de la existencia del otro y un acuerdo mínimo de convivencia.

Un ejemplo de esto fue la Transición, en donde cierta izquierda abandonó los significados comunes de la democracia y la lucha contra el neoliberalismo como prioridad; a cambio del reconocimiento del pluralismo, cuotas políticas y un robusto sistema electoral. ¿El resultado? Una democracia imperfecta, pero con una mayoría a favor de ella, que probablemente se habría mantenido vigente si no se hubiera traicionado a sí misma no reconociendo el triunfo de López Obrador en 2006.

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Actualmente no parece posible un empate de fuerzas. La élite gobernante recupera en su discurso los significados de la democracia como justicia social y poder del pueblo, pero la desdeña abiertamente como procedimiento y entramado institucional. Difícilmente reconoce los disensos, externos e internos, y siempre tiene alternativas para erradicarlos o distraer en nombre del pueblo: encuestas amañadas, consultas mal hechas y hasta sondeos de Twitter de setenta y cuatro participantes.

Esto sucede incluso cuando el triunfo es seguro y no participa la mayoría de la oposición: todo alrededor de la revocación de mandato y su promoción ha dejado en claro que la élite gobernante es autorreferencial y disfruta presumir el ejercicio del poder.

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En tanto, opositores e intelectuales se encuentran agraviados pero paralizados. Atrapados en su propia autorreferencia, no se explican las razones por las que llegó a su fin el orden de la Transición. Tampoco han reconocido que la democracia no es sólo procedimientos, aunque son esenciales, y que el problema con el antiguo régimen no fue que no se le supo valorar; sino que hubo quienes lo valoraron de más y no quisieron ver su decadencia. En eso no se distinguen mucho de la élite gobernante: no ceden ni un poco y aunque jueguen al catenaccio se trata de lo mismo: ganar todo o nada.

José Woldenberg ha reflexionado que la política debe tener sentido, dirección, horizonte. Estoy de acuerdo con mi profesor. ¿Cuál es el horizonte de la izquierda que se llama a sí misma democrática? ¿Regresar a la Transición? ¿Es eso posible? ¿O construir una alternativa diferente pero acorde al espíritu de cambio de nuestros tiempos? Hay que imaginar un nuevo empate de fuerzas. ¿Por qué no empezar con quienes ya lo han hecho antes?

Información Radio Fórmula

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