Por Pascal Beltrán del Rio
El domingo 15 de julio se jugará la final del Mundial de Rusia.
Como ha ocurrido ya 20 veces desde hace 88 años, una selección se quedará con toda la gloria y la otra se irá a casa con un nudo en la garganta, probablemente humillada.
¿Quién se acuerda del equipo argentino de 1930, del checo de 1934, del húngaro de 1938, del brasileño de 1950…?
Uno habla de Iriarte, no de Peucelle; de Schiavio, no de Puč; de Colaussi, no de Sárosi, y de Ghiggia, no de Friaça.
A menos de que uno crea fervientemente en aquello de que “lo importante no es ganar, sino competir”, en el futbol el segundo lugar es el primer perdedor.
Las elecciones son distintas. Tal vez no para los candidatos perdedores de las votaciones –que cargan personalmente con la derrota–, pero sí para sus seguidores.
Los aficionados de un equipo se marchan con la cabeza baja cuando éste es eliminado, más aún en una final. Pero para los seguidores de un político derrotado la vida sigue, tiene que seguir, pues no dejan de ser ciudadanos y gane quien gane los comicios, requieren de la atención del triunfador.
Exactamente dos semanas antes de que una selección se alce como campeona del mundo en la cancha del estadio Luzhniki de Moscú, tendrá lugar la gran final sexenal de la política mexicana.
Para el 15 de julio –al menos eso espero– ya habrá quedado claro quién será Presidente de la República durante los siguientes seis años.
Sus seguidores llevarán un rato celebrando. Qué bueno que lo hagan, porque ha sido una contienda muy disputada.
Ojalá que el candidato ganador y sus simpatizantes festejen con sensatez, pensando en lo que viene adelante, pero, sobre todo, sabiendo que tendrán que convivir por largo tiempo con los partidarios de la opción derrotada.
Los jugadores del equipo de futbol campeón y del equipo derrotado no se verán, sino hasta la siguiente temporada o el siguiente Mundial, para cuando el dulce sabor de la victoria y el amargo trago de la derrota sólo serán un recuerdo.
En política, las derrotas se llevan como una cicatriz y todos los días se vuelven a abrir, especialmente cuando los ganadores no tienen un ánimo conciliatorio.
El presidente sudafricano Nelson Mandela comprendió eso muy bien, luego de su triunfo electoral en 1994. Sabía que –a pesar de haber arrasado en las urnas, con 62% de los votos– el éxito de su gobierno dependía de unir al país y eso estaba condicionado a tratar con respeto a la nueva oposición.
En una escena memorable de la película Invictus (Clint Eastwood, 2009), Mandela se opone a la acción vengativa de sus partidarios de cambiar el nombre a la selección nacional de rugby, los Springboks, que había sido un símbolo del Apartheid. “Si les quitan eso –advirtió–, les habrán quitado todo”.
A partir de entonces, Mandela abrazó aquello que sus antiguos carceleros consideraban más preciado. Y a pesar de que el rugby nunca le había importado y que, de hecho, en sus días en prisión se la vivía deseando que los Springboks sucumbieran ante todos sus rivales, se involucró personalmente en la organización de la Copa del Mundo de 1995, que Sudáfrica ganó en una dramática final contra Nueva Zelanda.
Una actitud semejante requiere el ganador de la elección presidencial y sus partidarios: ser generosos en la victoria y no dejar sin nada a los opositores.
Es cierto que en la democracia la legitimidad de un gobierno la dan los perdedores cuando aceptan el veredicto de las urnas, pero el ganador construye su propia gobernabilidad con una actitud franca y tolerante hacia los derrotados.
A diferencia de lo que sucede en un Mundial de futbol, los perdedores no son eliminados y no van a su casa. Se quedan en la cancha con los ganadores y todos deben compartir el mismo espacio.
Pasada la lucha electoral –en la que son no sólo válidos, sino necesarios el contraste y el deslinde de posiciones–, en esa cancha deben caber todos una vez que las campañas hayan terminado, al margen de su forma de pensar y del candidato al que hayan apoyado. Información Excelsior.com.mx