Por: Pascal Beltrán del Río
Combatir la corrupción se ha vuelto una exigencia de la sociedad mexicana. Me temo, sin embargo, que entre sus integrantes hay diferentes formas de entender la corrupción.
Para muchos se trata exclusivamente de la que cometen los servidores públicos, en especial los altos funcionarios del gobierno. Para esas mismas personas, las violaciones a las leyes que cometen los ciudadanos de a pie con el objetivo de ahorrarse trámites, multas, tiempo de espera y otras complicaciones no son actos de corrupción.
Cuando alguien se atreve a señalar la corrupción en que incurre el ciudadano de a pie, no falta quien respingue y lo niegue. Lo cierto es que existe, y podemos encontrar muchos ejemplos de ella. Uno reciente es el intento de más de 600 alumnos de cambiar sus calificaciones en diferentes escuelas del Instituto Politécnico Nacional (IPN).
Hay que decir que fueron las propias autoridades politécnicas las que descubrieron y revelaron el esquema corrupto —en el que funcionarios de la institución cobraban a estudiantes para modificar sus calificaciones— y lograron desbaratarlo, dicen, antes de que lograra sus fines.
Aun así, no deja de ser penoso como país, saber que hubo alumnos y funcionarios dispuestos a participar de esa transa.
Si eso ocurre en el IPN, una de las casas de estudios más prestigiadas del país, qué podemos esperar en un sistema de aguas o la oficina de licencias de cualquier municipio.
Sí, hay mucha corrupción en las altas esferas del gobierno, como la que se dio en Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo en los sexenios estatales que concluyeron en 2016.
Pero mal hacen quienes niegan que la corrupción es un fenómeno que toca a gran parte de la sociedad mexicana.
Si no lo aceptamos, será muy difícil de controlar el pernicioso conjunto de prácticas que englobamos bajo la etiqueta de corrupción. Lo primero, es entender que no hay acto de corrupción inocente. El que comete el ciudadano de a pie y el que comete el alto funcionario pueden variar en monto, pero ambos son actos que afectan la convivencia social.
Si usted piensa que alterar calificaciones a cambio de dinero es un acto nimio, imagine a un egresado de una carrera como medicina o ingeniería, cuya práctica profesional puede poner en peligro la vida de otras personas si quien la ejerce no tiene los conocimientos suficientes.
Sé que esto no convencerá a aquellas personas dadas a sentirse víctimas de los poderosos y a creer en la tesis de que el pueblo es bueno por naturaleza. Me gustaría pedirles que se imaginaran en manos de un cirujano sin la preparación adecuada, graduado de una escuela, gracias a que compró sus calificaciones. O imagine que su hijo no alcanzó cupo en una universidad pública porque alguien más “vivo” que él pagó a algún funcionario para sobrepasarlo en el examen de admisión.
Cuando uno entiende que, incluso, la corrupción aparentemente pequeña lo daña a uno, la perspectiva cambia.
Además, la gran corrupción de los altos funcionarios está enraizada en las prácticas corruptas que existen en la sociedad y que muchos tienden a normalizar. Esos altos funcionarios corruptos aprendieron lo que aprendieron en esta sociedad. Y ha sido esta sociedad la que ha tolerado sus prácticas.
En algún punto debe parar esto si no queremos que nos destruya. Debemos combatir la gran corrupción, pero también la del hombre común.
Hay que evidenciar la hipocresía de los partidos que hablan mucho contra la corrupción, pero que impiden que se reúna el Congreso en periodo extraordinario de sesiones para terminar de armar el Sistema Nacional Anticorrupción.
Asimismo, demandar que los gobernadores y otros funcionarios públicos que han aprovechado sus cargos para enriquecerse sean castigados con la máxima sanción prevista por la ley y que el daño al erario sea restituido.
Pero también debemos exigir que la investigación en el IPN vaya a fondo y que todos los involucrados en el esquema de alteración de calificaciones —afortunadamente abortado— sean responsabilizados de sus actos, trátese de personal administrativo o de alumnos.
Para acabar con la transa necesitamos sanciones legales, pero también sociales. Como sociedad, no podemos ser tolerantes ante ella. No hay una sola sociedad moderadamente justa y desarrollada que lo sea.
Las justificaciones y el cinismo con los que algunos hablan sobre la corrupción, también son parte del problema. Información Excelsior.com.mx