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Transformaciones

Por Pascal Beltrán del Rio

Los mexicanos estamos a punto de dar otro Grito, una tradición que –dicen los historiadores– comenzó en El Chapitel de Huichapan, hoy estado de Hidalgo, a los dos años del inicio de la Guerra de Independencia.

Lo sucedido al cabo de ese conflicto, que duraría 11 años y 11 días, transformó el territorio conocido como Virreinato de la Nueva España.

Firmada el Acta de Independencia, se creó un imperio de efímera duración, que trató, sin éxito, de mantener unido al naciente país –incluso por la fuerza, como sucedió en El Salvador– y debió aceptar la separación de los actuales países de Centroamérica.

A los 10 meses cayó el emperador Agustín de Iturbide, por el Plan de Casa Mata, y se dieron los pasos para fundar una “república representativa popular federal”, regida por un “Supremo Poder de la Federación”, dividido en Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

Esta república, llamada Estados Unidos Mexicanos, fue delineada por la Constitución de 1824, promulgada el 4 de octubre de ese año por el “Congreso General Constituyente de la Nación Mexicana”, aunque la propia Carta Magna designaba a “Dios todopoderoso” como el “supremo legislador de la sociedad”.

Por eso no debe extrañar que en el artículo tercero de aquel texto se estableciera que “la religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la Católica, Apostólica y Romana”, y que “la nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.

Así fue la “primera transformación” de México, a la que se ha referido el presidente electo Andrés Manuel López Obrador: el derrumbe de una colonia de la Corona española que duró tres siglos y la mayoría de las instituciones que en ella existieron.

Aquella transformación ocurrió hasta en lo simbólico. El Palacio Real pasó a ser llamado Palacio Nacional, igual que sucedió con cualquier cosa que tuviera el apelativo “real”, como Pinotepa, Oaxaca.

La segunda dio al traste con aquel papel de la religión en la sociedad mexicana y fue resultado de una guerra civil, entre liberales y conservadores.

Nuevamente, la transformación consistió en una amplia reforma legal. Comenzó con la proclamación del Plan de Ayutla, que sacó de la Presidencia al dictador Antonio López de Santa Anna, en 1855, y lo envió al exilio por última vez.

La creencia común de liberales y conservadores que era hora de deshacerse de Santa Anna significó un breve acuerdo entre las dos facciones.

Poco después, bajo el gobierno de Juan Álvarez, comenzaron a aprobarse las llamadas Leyes de Reforma y, con Ignacio Comonfort, se promulgó la Constitución de 1857. El nuevo marco normativo –que otorgaba al Estado un rol preponderante en asuntos antes regidos por la religión– fue rechazado por el clero y los conservadores al mando de Félix Zuloaga.

Éste lanzó el Plan de Tacubaya para desconocer la Constitución y se desató una guerra civil de tres años. En enero de 1861, el presidente Benito Juárez –quien en pleno conflicto había ampliado las reformas– entró en la Ciudad de México, sellando el triunfo de los liberales.

La tercera transformación repitió los cambios en las leyes y el sistema de gobierno. Al final de la Revolución Mexicana, que tumbó al dictador Porfirio Díaz y, luego, al usurpador Victoriano Huerta, se promulgó una nueva Carta Magna, que, entre otras cosas, profundizó las garantías individuales, introdujo límites en la tenencia de la tierra e impuso la no reelección en la Presidencia de la República.

No estoy seguro de que el momento actual sea el preámbulo de una nueva transformación, la “cuarta” de la que habla López Obrador. Las anteriores fueron, para bien o para mal, producto de un conflicto armado. También tuvieron como característica común la promulgación de una Constitución y cambios profundos en el régimen político.

No me cabe duda que el próximo gobierno intentará imprimir un rumbo distinto en la conducción del país. De hecho, es lo que se espera de él y tiene la mayoría legislativa para hacerlo.

Pero, para hablar de una “cuarta transformación” –comparable con la Independencia, la Reforma y la Revolución–, tendrían que venir reformas de un calado superior a las que se han anunciado.

¿La preparación de una “constitución moral” es acaso el preámbulo de una nueva Carta Magna? Podría ser. Pero, mientras tanto, lo que tenemos es un viraje dentro de un orden democrático que se ha ido perfeccionando con el tiempo, difícilmente una “cuarta transformación”.

Si no fuera así, no tendría sentido llamar 64 Legislatura a la que recién se inauguró –siguiendo una numeración que arrancó en 1857– ni habrían estado los presidentes de la Cámara de Diputados y el Senado en el acto del Sexto Informe de Enrique Peña Nieto. Continuidad con cambios, eso sí. Información Excelsior.com.mx

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