Por Víctor Beltri
El mundo contempla, con azoro, la furia de los elementos: la tragedia inenarrable que dejó tras de sí el huracán Harvey apenas terminaba de escribirse cuando llegó la desolación con Irma, cuyos efectos aún están por verse, mientras que José aguarda cerca del África y dos huracanes más, de los que habremos de saber esta semana, se forman en el Pacífico cerca de las costas mexicanas. Hemos pasado, en pocos años, de hablar de la tormenta perfecta a la temporada de tormentas perfecta.
Una temporada de tormentas a la que el presidente norteamericano, Donald Trump, se enfrenta en condiciones muy distintas a las que hubiera deseado cualquiera de sus predecesores: es preciso apuntar, también, que ninguno de quienes le antecedieron perseguían objetivos ni siquiera remotamente similares a los de quien hoy ocupa la Casa Blanca. En el pasado, y tras la sacudida del proceso electoral, los mandatarios norteamericanos se dedicaban a conseguir el consenso; en el presente, lo que parece ocurrir es todo lo contrario. Ningún mandatario ha tenido una popularidad menor a la de Trump a ocho meses de su toma de protesta: también es cierto, sin embargo, que nadie había puesto a prueba a su electorado de la forma en que Trump lo ha hecho. Un republicano puede convertirse a demócrata, y viceversa, de acuerdo a lo que le convenga en esos momentos: los grandes cambios electorales en algunas entidades de Estados Unidos, y la atención que se les presta, son prueba fehaciente. Es lo que ha ocurrido siempre, y los partidos así lo han tenido en cuenta: las campañas se realizan, normalmente, alrededor de los estados en los que el voto puede cambiar de acuerdo a la coyuntura y las promesas realizadas a modo.
Los seguidores de Trump, sin embargo, son capítulo aparte y así fueron entendidos desde un principio, como lo demuestra la estrategia del presidente norteamericano. Donald Trump ha apelado a los valores más primitivos de la población menos educada, y ha diseñado un mensaje perfecto para quienes, tras las vueltas de molino a las que los ha sometido, siguen apoyándolo. Trump cuenta con un 38.8% de aprobación, de acuerdo a los últimos sondeos: un 38.8% que ha pasado, como una piedra de río, por la erosión que ha dejado afuera a quienes no estuvieron de acuerdo con las generalizaciones a los mexicanos, con los comentarios machistas, con su falta de transparencia o, más recientemente, con el apoyo a los grupos supremacistas y con tintes, definitivamente, racistas. Los seguidores de Trump lo han aguantado todo, los errores, la falta de capacidad, la ignorancia rampante. Todo. Todo, en cuanto apuntale su propia intolerancia, su propia intransigencia, su propia violencia en contra de todo lo que no llegan a entender y que se refleja en el derecho reconocido, en una Segunda Enmienda mal entendida, a poseer armas de asalto. Ellos son quienes las tienen.
Donald Trump pule a su núcleo, que después de la carga de odio, racismo e intolerancia que ha aceptado no podría regresar al lado demócrata o republicano. Un núcleo que oscila en un 39 por ciento, el 39% que ha soportado los insultos contra México, los sucesos de Charlottesville, el perdón del juez Arpaio y los escándalos de corrupción y colusión con Rusia. Como una piedra de río que deja sus aristas en cada choque, que se va puliendo hasta encontrar su núcleo más duro: el 39% de Trump, después de todo lo que ha pasado, no podría volver a ser republicano o demócrata. Ha cruzado, simplemente, demasiadas aduanas.
Trump es un hombre peligroso. Hoy más que nunca, cuando se sabe odiado por la gran mayoría, pero también sabe que tiene un núcleo dispuesto a cualquier cosa mientras la investigación sobre la trama rusa se cierne sobre su familia. Entre los rusos, los norcoreanos, los huracanes, los conflictos raciales y los soñadores, se avecina una semana de mucho movimiento. Y los terremotos ya pasaron. Información Excelsior.com.mx