Por: Víctor Beltri
El tiempo vuela, y lo hace de forma agitada. Los escenarios que hace un año parecían inconcebibles hoy forman parte de una realidad despiadada para cientos de millones de personas: desde la salida del Reino Unido de la Unión Europea hasta la llegada al poder de Chauncey Gardiner a la Casa Blanca, hoy, más que nunca, sabemos que —prácticamente— cualquier cosa puede ocurrir en 365 días.
Cualquier cosa. Lo que hoy damos por sentado puede cambiar, de forma diametral, en 12 meses: hoy, exactamente a un año de que se dé por concluido el periodo electoral que se avecina, vale la pena apartarse de la vorágine de los hechos y detenerse, por un instante, a imaginar el país en el que queremos despertar el 2 de julio de 2018.
El lunes 2 de julio tendría que ser, ante todo, un día sin sobresaltos. Un día normal, sin incidentes derivados de la elección: la prioridad de todos los participantes en el proceso debería de ser, primero que nada, que los ánimos no se caldeen hasta el terreno de lo irreconciliable. México no puede —no debe— soportar otra campaña de miedo y polarización en contra de un candidato: en las condiciones actuales, retornar al Peligro Para México no haría sino endurecer innecesariamente el tono —e inflamar la plaza— en contra de quien terminará por tropezarse, de nuevo, con sus propias agujetas. El 2 de julio tiene que ser un día pacífico, en el que nadie se llame a sorprendido y los resultados sean asumidos por cada uno de los involucrados.
El 2 de julio debería de ser, también, un día de esperanza. Un día para continuar en los logros que hemos conseguido como sociedad, profundizar en las reformas logradas y corregir en su implementación. El 2 de julio no es un día mágico, en el que los problemas se resolverán —y la corrupción terminará— por la llegada de un candidato: es preciso entender que el andamiaje institucional que hemos logrado no puede ser sustituido por las ocurrencias de un hombre cuya ambición ha trocado una lucha por la transformación nacional en la búsqueda de la satisfacción de su propio ego. Quien promete que llegará a demoler, para hacer todo a su manera, en vez de llegar a seguir construyendo sobre lo que hemos hecho todos, no firma sino una promesa de dictadura. Lo mismo, exactamente, que ocurrió al norte de nuestras fronteras: sobra decir que es momento de poner las proverbiales barbas a remojar.
El 2 de julio debería de ser, realmente, la fiesta de la democracia. El 2 de julio deberíamos de saber cuál fue la opción que elegimos como más conveniente para continuar con el desarrollo de nuestra nación, y no simplemente cuál fue el que elegimos como menos pernicioso. El 2 de julio no puede ganar el menos malo, no puede ganar al que ya le toca, no puede ganar el que no representa un peligro para la patria. El 2 de julio debemos de celebrar la llegada de quien sepa apreciar —y establecer un diálogo— entre nuestras diferencias, y no la de quien las ha explotado durante años a su favor. El 2 de julio tenemos que despertar con una patria fortalecida, que se apresta a enfrentar los retos que se le presentan, y no con una ciudadanía dividida por el rencor de los perdedores.
Tenemos un año. El tiempo pasa volando, y lo hace de forma agitada: además de los procesos internos, nos enfrentamos a la veleidosidad del mandatario vecino, otro hombre senil sediento de poder que estará dispuesto, también, a cualquier cosa con tal de satisfacer su propio ego y que, conforme se sienta más acorralado, será más proclive a los golpes de efecto sobre su patio trasero. Un patio trasero que Andrés Manuel López Obrador se apresta a incendiar con tal de saciar sus propias obsesiones, e instalarse en la recámara de Juárez, la misma cuya remodelación lleva años planeando y su significado demoliendo. La decisión, todavía, es nuestra. Tempus fugit. Información Excelisor.com.mx