Por Cecilia Soto
En el contexto de la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el presidente López Obrador ha propuesto ir a la construcción de “algo parecido a lo que fue la Comunidad Europea que dio lugar a la Unión Europea”. La propuesta tiene varios problemas, pero me referiré al primero: le falta el horror. Me explico: la idea de una Europa unida surgió del horror al horror. Su primer motor fue el rechazo a un futuro en el que el verbo “hacer la guerra” siguiera conjugándose entre europeos: no más guerra de los 30 años ni de los 100 años ni de los 7 años ni Primera ni Segunda. Después de dos guerras mundiales y del experimento genocida nazi fascista, las ideas federalistas de Úrsula Hirschmann, pero sobre todo de Jean Monnet y de Robert Schuman podían tener la oportunidad de ensayarse. Antes, los nacionalismos tuvieron la oportunidad de construir fantasías efímeras de soberanía y superioridad con respecto a sus vecinos.
Las ideas de los fundadores del ideal europeísta son contrastantes —por no decir contrarias— a las expresadas como principios de la propuesta presidencial. Las primeras se basan en la cesión progresiva de soberanía a cambio de instrumentos de mejora económica, social y paz. El Presidente mexicano erige como principio fundamental “respetar las decisiones internas de los pueblos y que ningún país se arrogue la facultad de someter a otro país bajo ningún motivo, causa o pretexto…”. Pero los europeos habían vivido en carne propia lo que la autodeterminación equivocada de un pueblo podía causar a sí mismo y a otros pueblos. ¿No llegó Adolfo Hitler por la vía y maniobras electorales? ¿No saltó Mussolini de un escaño parlamentario a la primera magistratura sin violar la Constitución italiana y con el beneplácito del Rey Víctor Manuel III? ¿No eran ambos líderes inmensamente populares? ¿No se expresaba la sacrosanta “voluntad del pueblo” en odio y violencia hacia quienes nazis y fascistas instruían que había que odiar y “exterminar de la faz de la Tierra”?
El horror al horror está basado en la experiencia y el doloroso aprendizaje de que no hay totalitarismo bueno y que de no respetarse ciertas libertades y derechos ciudadanos, de la propia democracia pueden surgir dictaduras. Por ello, la creación de instituciones que han llevado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero hasta la Unión Europea y que han garantizado 71 años sin guerras, tiene como cimiento el compromiso profundo con la democracia.
No es ése el caso del presidente mexicano. Celebra y justifica la represión a las manifestaciones cubanas en julio del año pasado, de ahí el honor de darle la palabra en las celebraciones de la Independencia. No ve, no oye ni le importa la represión sistemática a los disidentes en Nicaragua. Acepta el burdo truco de Nicolás Maduro de no confirmar su viaje hasta el último momento para evitar manifestaciones de repudio e incluso la cancelación de la presencia de presidentes que repudian esa dictadura.
El Presidente habla de integración, pero confunde el vocablo. En realidad, se refiere a cooperación, una buena práctica pero lejana y primitiva si se la compara con el ideal de la integración. Y cuando la califico de primitiva no lo hago a la ligera. El Presidente dice candorosamente: “se trata de reactivar pronto la economía para producir en América lo que consumimos”. Una propuesta de tufillo autárquico que poco tiene que ver con la complejidad de las cadenas productivas actuales, basada además en la falsa ilusión de la cercanía geográfica (“las distancias entre nuestros países nos permiten ahorrar en fletes”) o de que tenemos todos los insumos para no necesitar de nadie más. A diferencia de Europa y de los Estados Unidos que tienen masas continentales horizontales lo que les da cierta homogeneidad climática, América Latina es un largo chorizo geográfico y climático, con ensanchamientos sólo a la altura de la Amazonia, ahí donde preferiríamos no intentar un desarrollo tradicional o incluso no tocar. La distancia entre la Ciudad de México y Buenos Aires es de 8 mil kilómetros; hay 10,550 km entre Santiago de Chile y Vancouver, distancias iguales o mayores a las que hay con países europeos o africanos.
Jean Monnet escribía en 1943: “No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre la base de la soberanía nacional. Los países de Europa son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos prosperidad y los avances sociales indispensables. Los Estados de Europa han de formar primero una federación”. Si eso se decía de Europa, ¿qué podremos decir de los vecinos de Centroamérica (incluyendo el sur de México) aún más pequeños y paso favorito de tormentas y huracanes? Que solos y soberanos no son viables. Quizá el futuro esté en proyectos de integración regionales en torno a proyectos productivos o de infraestructura bien definidos, que den paso a una integración por partes, como jugando a los legos. Información Excelsior.com.mx