Por Pascal Beltrán del Rio
Este año se cumplirá medio siglo de la suscripción de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos –también conocida como Pacto de San José–, ratificada por México el 3 de febrero de 1981. Hace 50 años que las relaciones internacionales en este hemisferio se guían por la protección y promoción de los derechos humanos. Sin embargo, el gobierno de México ha decidido que los principios de “no intervención” y “autodeterminación de los pueblos” deben ir por delante. Para ello, invoca unas tesis que se pusieron en boga hace casi 90 años: la Doctrina Estrada. Ésta fue impulsada –como ya he escrito aquí– cuando México vivía bajo un régimen caudillista, el Maximato de Plutarco Elías Calles, y sus autoridades decidieron no opinar sobre los sistemas de gobierno de otras naciones con el fin de que nadie se sintiera con derecho a criticar el suyo.
En su artículo 23, la Convención Americana establece que todos los ciudadanos deben gozar de una serie de derechos y oportunidades. Una de esas garantías es la de “votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores”.
Conforme se acercaba la fecha para que el venezolano Nicolás Maduro tomara posesión de un nuevo periodo en la presidencia de su país –el 10 de enero–, un buen número de naciones del continente y otras partes del mundo decidió desconocerlo como mandatario, en función de que la elección celebrada el pasado 20 de mayo no contó con las mínimas condiciones para que el voto de los ciudadanos se expresara con libertad.
Además, varias de ellas decidieron reconocer como Presidente interino a Juan Guaidó, el líder de la Asamblea Nacional de Venezuela, órgano elegido democráticamente en diciembre de 2015, que fue cerrado violentamente por el régimen de Maduro en julio de 2016. Otras no llegaron a tanto, pero pusieron un ultimátum a Maduro para que acepte la celebración de nuevas elecciones, a realizarse con apego a los principios democráticos.
México decidió no estar entre esos países. El 23 de enero, el mismo día que Guaidó juró como presidente encargado, con base en lo dispuesto por la Constitución venezolana, la Secretaría de Relaciones Exteriores emitió un comunicado en el que sostuvo que “México no participará en el desconocimiento del gobierno de un país con el que mantiene relaciones diplomáticas”.
Más tarde, en una postura conjunta con Uruguay, la Cancillería mexicana hizo un llamado “a todas las partes involucradas” a participar en “un nuevo proceso de negociación incluyente y creíble, con pleno respeto al Estado de derecho y los derechos humanos”, con el fin de reducir las tensiones y evitar una escalada de la violencia. La invitación mexicano–uruguaya fue abrazada al día siguiente por Maduro, pero rechazada por la oposición venezolana, que recordó que el chavismo en otras ocasiones ha fingido estar dispuesto al diálogo sólo para ganar tiempo y aferrarse al poder. No puede decirse que la posición mexicana sobre la crisis política en Venezuela sea sorpresiva. Desde los días de la campaña electoral, el entonces candidato Andrés Manuel López Obrador había adelantado que su política exterior se guiaría, en todos los casos, por la Doctrina Estrada.
Reafirmó lo anterior invitando a Maduro a su toma de posesión y deslindándose de las posturas del Grupo de Lima, del cual México había sido fundador. “Queremos tener buenas relaciones con todos los países”, ha dicho el Presidente a modo de justificación. También ha asegurado, reiteradamente, que su postura se apega a lo dispuesto por el artículo 89 de la Constitución, el cual, si bien es cierto, establece que la política exterior del país debe observar los principios de “autodeterminación de los pueblos” y “no intervención”, también menciona el “respeto, protección y promoción de los derechos humanos”.
Desde que los cientos de miles de venezolanos tomaron las calles para protestar contra un nuevo periodo de gobierno de Maduro –además de repudiar las condiciones sociales y económicas deplorables que ha generado el chavismo–, las fuerzas del orden han matado a decenas de personas.
Se trata de las víctimas más recientes de un régimen que ha usado sistemáticamente el encarcelamiento, la tortura, la desaparición, el asesinato y el desplazamiento forzado para mantenerse en el poder.
A riesgo de caer en una abierta complicidad con la dictadura que gobierna Venezuela y quedar completamente aislado en el escenario internacional, el gobierno de México debe rectificar su postura y sumarse a quienes exigen la celebración de nuevos comicios para que los venezolanos decidan en libertad quién debe gobernarlos.
Es tarde, es verdad. Pero más vale tarde que nunca. Información Excelsior.com.mx