Por Hugo Garciamarín
Quizás la mejor explicación del triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018, la dio el mismo presidente en su primera conmemoración de la victoria electoral: “la oposición está moralmente derrotada”. Era una frase sencilla, pero poderosa. Con apenas unas palabras explicaba que partidos políticos, empresarios, comunicadores y políticos de todo tipo, fueron vencidos por un pueblo que se había cansado de la inmoralidad: corrupción, acuerdos cupulares, enriquecimiento ilícito, gastos excesivos, indolencia ante las tragedias y un largo etcétera. Por eso, no eran capaces de organizarse seriamente. La historia les pasó por encima y el hombre y el movimiento que siempre habían denunciado esa situación llegaron al poder. Con ello, iniciaba una nueva etapa en la vida pública de México que se basaría, principalmente, en gobernar con honor, dignidad y sensibilidad al dolor ajeno.
Han pasado cuatro años desde el triunfo de López Obrador. La realidad dista mucho del curso glorioso de la historia que se avecinaba al principio del sexenio. Toda transformación es decepcionante, pues las expectativas nunca se asemejan a lo que se consigue realmente, por más bueno que sea. Pero en este caso no se trata sólo de una disparidad entre el ser y el deber ser, sino de lo mucho que ha perdido este gobierno de la estatura moral con la que se había encumbrado en la cima de la historia.
Dos sacerdotes jesuitas fueron asesinados por el crimen organizado, según Ricardo Raphael, por querer proporcionar el sacramento de extremaunción a un guía de turistas que acababa de ser asesinado dentro de la iglesia. El presidente respondió al hecho acusando a la iglesia, que se manifiesta ante oleada de violencia, de callar antes y protestar ahora: “están apergollados por la oligarquía mexicana”. Sus comunicadores le siguieron el juego y profundizaron la descalificación, convirtiéndola en cómplice: “la iglesia dio su aval, al guardar con su silencio, al esfuerzo militar emprendido por Felipe Calderón”, aseguró Epigmenio Ibarra con Ciro Gómez Leyva en Radio Fórmula. Luego, remató en Milenio: “muchas vidas se habrían salvado […] si la alta jerarquía eclesiástica con su fuerza moral, poder e influencia, se hubiera pronunciado tal y como lo hace hoy, después del fraude electoral de 2006”. El mensaje es lastimosamente claro: si no estuvieron con nosotros antes, háganse cargo de sus muertos. Atrás quedó la promesa de ser sensible al dolor ajeno y sólo queda la descalificación política.
En tanto, otro periodista es asesinado. Ya van 12 en lo que van del año. Los retenes a cargo del crimen organizado son una normalidad a lo ancho del país. Lamentablemente, las desapariciones y los feminicidios también. La inseguridad va en aumento y según las encuestas, la mayoría de la población lo percibe así, pero el presidente aseguró, durante la inauguración de la primera fase productiva de Dos Bocas, que vamos por buen camino: “si se garantiza el bienestar de la mayoría del pueblo, hay paz, hay tranquilidad, podemos vivir sin miedos y temores”.
La plana mayor del gobierno y de Morena aplauden y sonríen ante las declaraciones del presidente. Eso les corresponde. El partido ha triunfado electoralmente y poco les importa que en el camino han empoderado a panistas, priistas y ex miembros de la mafia del poder nacionales y locales; que se ha acreditado que hubo campañas financiadas por el crimen organizado, que se ha evidenciado la corrupción en diferentes niveles del gobierno y del partido, o que no hay un programa político definido ni democracia interna. El poder es el poder y para ellos el honor se construye con el discurso. Políticos cuatroteros y sermoneros, de todos los niveles, grandes o chiquitos, afirman que todo va bien y que se les debería caer la cara de vergüenza a todos los que se atreven a criticar al gobierno.
Durante su discurso de toma de protesta, López Obrador denunció el contubernio entre los empresarios y la clase política durante el régimen de la transición: “El poder político y el poder económico se han alimentado y nutrido mutuamente”. Luego, afirmó categóricamente: “el distintivo del nuevo gobierno será la separación del poder económico del poder político”. Hace unos días, durante la cuarta conmemoración de la victoria del pueblo, el presidente hizo una pausa en su discurso para homenajear a un antiguo miembro de la mafia del poder que se enriqueció durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, padre de la desigualdad moderna: “quiero hacer un reconocimiento, un homenaje al empresario más austero y más institucional de México que también es nuestro orgullo, Carlos Slim”.
Qué cerca se encuentra este gobierno de la oligarquía, como muchos otros en la historia.
La victoria es política, pero la derrota es moral.
Información Radio Fórmula