Por Pascal Beltrán del Rio
La descalificación de dos de los tres candidatos independientes que tenían posibilidades de estar en la boleta presidencial este verano contribuirá al desprestigio que tiene la política en la visión de los ciudadanos.
Si se confirma que 59 de cada cien firmas presentadas por Jaime Rodríguez Calderón El Bronco son falsas, lo mismo que 86 de cada cien firmas por Armando Ríos Piter y 45 de cada cien por Margarita Zavala estaremos ante un escenario de grave vulneración de lo que era visto como la única alternativa para hacer frente al secuestro de la política por parte de la partidocracia.
Por lo menos, esa es la visión que han propagado quienes impulsaron las candidaturas sin partido. Pero como argumentaré en las siguientes líneas, creo que se trata de una esperanza poco fundamentada, si lo que se busca es un país con niveles razonables de honestidad en su vida pública.
Si bien es cierto que ha habido y hay candidatos sin partido que están al margen de las sospechas de chanchullo, la información que el viernes pasado dio a conocer el Instituto Nacional Electoral sobre el proceso de levantamiento de firmas —en el sentido de que los tres candidatos presidenciales recurrieron a trampas para estar en la boleta— pegó en la línea de flotación del principal argumento de quienes han empujado la figura de los independientes y la llevaron a convertirse en ley.
Ese argumento es que los partidos no tienen remedio y que deben ser desplazados por la ciudadanía para recuperar la honorabilidad de la función pública.
El mensaje que se manda —a reserva, aún, de que el Tribunal Electoral coincida con los hallazgos del INE, que descalificó a El Bronco y Ríos Piter y dejó viva a Zavala por poco margen— es que la deshonestidad y la falta de respeto a la ley, que son el sustrato de la corrupción, son fenómenos que existen más allá de los partidos.
La conclusión es que no basta librarse de uno o incluso de todos los partidos para que el servicio público se vuelva decente sino que el cuerpo social entero debe mirarse al espejo y hacer una introspección.
Es muy fácil culpar sólo a los tres independientes seña-lados. Pueden ser los principales responsables de las irregularidades señaladas —y, en una de ésas, las ilegalidades—, pero recordemos que ellos no recabaron personalmente todas las firmas. Si bien el proceso se dio bajo su guía y probablemente bajo sus órdenes, hubo miles de personas involucradas, quienes, a juzgar por la información revelada, se habrían apartado del marco legal para favorecer a su aspirante.
Esto da al traste con la visión de que la deshonestidad, el desprecio por la ley y la corrupción son cosas que se arreglan desde arriba.
Pretender que llegará alguien a salvarnos de estas tristes realidades es pensamiento mágico.
Está visto que la figura de los candidatos sin partido no es la solución a los males que se atribuyen a la partidocracia. Y no veo por qué algún candidato de partido lo fuera, si todos ellos han vivido del sistema.
Las cosas comenzarán a cambiar cuando la condena social inhiba los actos de corrupción, desde el más “pequeño” hasta el más “grande”.
Y por condena social no me refiero al desgarramiento de vestiduras que ocurre cada vez que se revela algún desvío de recursos, sino a la suma de ejercicios individuales que nos lleven como sociedad a la convicción de que la deshonestidad arruina nuestras posibilidades de progreso colectivo.
Será entonces cuando quienes quieran ceder a la conducta egoísta de engañar para sacar un provecho personal se inhiban de hacerlo por la vergüenza de ser sorprendidos, no necesariamente por una autoridad, sino por sus vecinos, sus amigos, sus compañeros de trabajo o por sus familiares.
En un país donde se puede matar con impunidad casi absoluta, lo que hace que la enorme mayoría de los mexicanos no cometan un delito de sangre contra las personas que les han hecho agravio o simplemente les caen mal no es tanto que teman ser aprehendidos, sino que esa enorme mayoría valora la vida y considera una canallada digna de la más grande desvergüenza, y un salvajismo que refleja la peor impiedad, quitarle la vida a alguien, a menos, claro, de que sea en legítima defensa.
Igual tendríamos que pensar de todo acto de deshonestidad. El día que lo hagamos, la corrupción se volverá una excepción en nuestra vida pública y no la regla que es hoy. Información Excelsior.com.mx