Por Víctor Beltri
Para mi Pilar
Es muy fácil levantar la mano, repetir consignas, apoyar el discurso oficial. Vamos bien, dice el Presidente; vamos bien, repiten los borregos que pastorea. La culpa de todo es del pasado, acusa el mandatario ante la falta de resultados en su administración; la culpa no es de usted, balan al unísono quienes, por la razón que sea, han decidido renunciar a su propio criterio.
Por la razón que sea. Los más pobres, por los apoyos económicos que reciben, y el temor a perderlos; los más corruptos, por las posiciones y contratos a los que ahora tienen acceso. Los más cobardes, por el temor a disentir con quien tiene un poder casi absoluto; los más ingenuos, porque creen que las decisiones estratégicas, aunque sean erróneas de manera palmaria, han sido tomadas con buenas intenciones. Los más estúpidos —que los hay— porque creen que este régimen durará por siempre.
Y no es así. Los gobiernos son temporales, aunque las consecuencias de sus actos prevalezcan por décadas. Un par de ejemplos serían suficientes para ilustrarlo: por un lado, las heridas del 68 no han cerrado todavía, aunque en su momento Díaz Ordaz haya sido vitoreado —por sus propios borregos— en el informe de gobierno en el que asumió la responsabilidad sobre la matanza de Tlatelolco; por el otro, el futuro irrepetible que podría haber asegurado López Portillo para el país, se perdió en un marasmo de abusos, frivolidades y corrupción, a pesar de los aplausos que sus borregos le prodigaron cuando —entre lágrimas— anunció la nacionalización de la banca.
Decisiones absurdas, autoritarias, populistas, tomadas al vapor y bajo el amparo de un partido hegemónico, cuyas repercusiones llegan hasta nuestros días. Medidas dictadas por una sola persona, pero que obtuvieron el respaldo no sólo de quienes las instrumentaron, sino de quienes las aplaudieron e incluso de quienes, pudiendo hacer algo al respecto, prefirieron dejarlas pasar sin comprometerse, por la razón que fuera. ¿En dónde queda la responsabilidad histórica de los aplaudidores? Es muy fácil levantar la mano, repetir consignas, apoyar el discurso oficial. Sobre todo cuando no se tiene que asumir responsabilidad alguna: muchos de quienes, hace unos años, apoyaron —y solaparon— las decisiones más catastróficas de nuestro país, hoy ocupan posiciones de primer orden tanto en la administración federal como en los medios de comunicación.
El mero transcurso del tiempo no ha vuelto más honestos a los borregos del pasado, ni —mucho menos— los ha hecho más capaces, sino al contrario: el triunfo de los aplaudidores del ayer, hoy entronizados, se ha convertido en un ejemplo para los borregos del presente, sabedores de que la renuncia a su propio criterio, en los temas de interés general, les habrá de rendir frutos en el futuro. ¿Qué tal les caería una embajada?
La economía está destrozada, la inseguridad está en niveles nunca vistos, la pandemia nos ha costado miles de muertos innecesarios. Las consecuencias de los errores de esta administración habrán de reflejarse por décadas, en lo social y en lo económico —tal y como ha ocurrido con las crisis anteriores— sin importar las tendencias marcadas por las redes sociales, o la cantidad de aplausos que el Presidente reciba. La gran diferencia, en el presente, es que todo —absolutamente todo— ha quedado registrado para la posteridad.
El futuro le reserva —sin duda alguna— grandes sorpresas a quienes crean que el régimen habrá de durar para siempre. El gobierno cambiará, muy pronto, y quien llegue al poder —por cualquier partido— se verá obligado a reparar el daño causado por la administración en funciones, el mismo que sus borregos festejan —y justifican— como si no existiera un mañana. El mañana existe, sin embargo: quienes hoy aplauden el absurdo, sin pensar, no merecen un lugar en el espacio público al futuro. Es muy fácil creer que todo es eterno: ya nos veremos las caras, después de esta pesadilla. Información Excelsior.com.mx